martes, 22 de diciembre de 2009

El sucio animal


No puedo dormir... En todas las casas que he vivido siempre nos sucede lo mismo. La verdad es que así como ahora, nunca hemos estado solos. A parte de mi familia (mi mamá, mis dos hermanos y yo) siempre se nos infiltra un miembro más. Un individuo que, a falta de mascota que haga las de guardián, hace de nuestro hogar, un refugio en donde fácilmente encuentra protección, calor y sobre todo comida. Puede entrar y salir a cualquier hora del día. Las viviendas baratas pero de barrios modestos que alquilamos, son como un colador roto, siempre dejan pasar algo, y sobre todo, siempre carecen de algo, agua, a veces luz, pero siempre piso. No tienen piso y eso le da a nuestro hogar un olor característico, como a cemento y polvo humedecido.

Este sujeto abominable, a pesar de que lo insultamos y le ponemos avisos evidentes para que entienda que si no se larga vamos a tratar de exterminarlo, siempre regresa y a veces con todos sus parientes. Somos pobres, pero ya habremos gastado una buena cantidad de dinero en todas las veces que hemos intentamos matarlo. Cuando las trampas y porciones de comida mezcladas con veneno no funcionan, inquirimos bien cuál es su escondite - la cómoda, detrás de la refrigeradora, dentro de la cocina - hasta lograr ubicarlo; entonces, como sea, lo obligamos a salir. Pero parece que supiera que afuera, tres escobazos certeros y fatales le esperan para intentar ponerle fin a su cochina vida. Lo cual, la mayoría de veces, es una mera fantasía, porque su agilidad es tan grande, que en un descuido nuestro, mezclado con gritos de pavor, logra burlar nuestra asechanza, escurriéndose por nuestros pies que siempre tratan de eludirlo. Al final, logra lo que nosotros menos queremos: adentrarse en nuestro dormitorio, el único en esta casa en la que más nos ha hecho padecer.


Leer cuento completo


Y esa es la peor desgracia que nos puede suceder, pues nos pasamos horas y hasta días enteros tratando de sacarlo. Tenemos que abrir cajones controlando el miedo a cruzarnos con su horrible y untuoso cuerpo peludo. Echarse a dormir sabiendo que puede estar en cualquiera de nuestras camas, es una mala idea que todos rechazamos. Así le dejemos un banquete afuera con la esperanza de que después salga a comer, ninguno acepta compartir su lecho con aquel inmundo animal, así sea por unos minutos. Nada. Peor aún después de haberlo visto en todo su craso esplendor. La verdad es que lo habremos derrotado en muchas batallas pero siempre nos gana la guerra.

Una de esas tardes en que había un silencio contagiante en el ambiente - como si la pereza hubiese llegado con la brisa y hubiese mandado a muchas personas a tomar una siesta - yo ya me había dado por vencido al percatarme de su tan pronta aparición. El menor ruido posible, se captaba en mi destartalada casa con eco. Bruscamente y sin importarle nada, prorrumpía en cualquier parte de la casa, sin miedo a represalias, como si nuestros gritos de miedo ante su presencia le hubieran dado la confianza de creerse un monstruo poderoso y aterrador. Tantas veces se nos había escapado que ya se creía invencible y tal vez hasta inmortal, porque no había veneno que pudiera hacerle estirar la pata, siempre salía ileso de nuestros platillos.

Descaradamente, mientras que yo me disponía a cambiarme de ropa para salir a jugar fulbito, él o ella (difícil saberlo) hacía alboroto en la cocina, sobre todo con las tapas de las ollas. Esto me causaba miedo e indignación, porque imaginaba nuestro almuerzo contaminándose con microbios procedentes del desagüe o con algún pelo hirsuto caído del asqueroso cuerpo de ese animal. Aún así decidí ignorarlo pues suficiente había tenido ya con la noche anterior, cuando a las dos de la mañana lo vi cruzar el cuarto por encima de las camas de mi mamá y de mi hermana, mientras que ellas no sabían si coger algo para golpearlo o seguir observándolo temerosas, para evitar ser tocadas o rozadas por su cuerpo peludo.
Yo, que me sentía protegido en la altura de mi camarote, di un suspiro de resignación arrojando mi cabeza sobre la almohada, al mismo tiempo que maldecía su existencia y su empeño en seguir haciéndonos la vida imposible.

Abrí mi cajón y al sacar un polo deportivo, dos pequeños trozos de caca perfectamente ovalados rodaron por mi ropa. Yo ya había visto esto anteriormente, pero nunca se lo comentaba a mi mamá ni a mis hermanos para no acrecentar su temor y sus dudas, pues ellos eran los que dormían abajo y yo no sabía con certeza, si el sucio animal se surraba mientras tratábamos de expulsarlo del cuarto o mientras dormíamos, si era así lograba meterse por debajo de la puerta aunque la cubriéramos con maderas y piedras. Sólo me quedaba sacudir toda mi ropa y borrar cualquier evidencia que asustara más a mi familia. Y así lo hice, mientras que afuera el abominado seguía haciendo de las suyas en la cocina. Sigue buscando que comer, maldito pensionista, le dije.
Cogí mi balón, ya con mis zapatillas puestas y empecé a hacer dominadas en ese estrecho espacio de mi cuarto, vulnerado tantas veces por el sinvergüenza. No quería cruzarme con él, su pomposa presencia había traumatizado mi voluntad a hacerle frente y renegaba de impotencia al no poder salir de mi cuarto sin tener que pasar por la cocina.
Pensar que me encontraba en casa, sólo con él, me llenaba de miedo; pero me hacía también imaginar las más cruentas venganzas, como torturarlo si pudiera atraparlo en una jaula, quemándolo vivo o ahogándolo. Creo que ahogándolo disfrutaría más, porque podría ver su cara de desesperación.

Recordé haber tapado bien las ollas después de servirme mi almuerzo. Llevaba 60 – 61 – 62 – 63 dominadas, cuando de pronto, el ruido de un objeto cayendo en agua llenó la cocina de un chasquido desesperante que se fue dilatando en un notorio descenso, así como cuando las campanillas de un reloj que se ha quedado sin baterías chilla de manera agonizante hasta cesar. Poco a poco - como si las energías de un ser desesperado por seguir viviendo se fueran consumiendo en cada vano intento – dejó de sonar. Quise ir a averiguar antes, pero el record de 80 dominadas los fui superando en el transcurso de ese sonido enervante, hasta llegar casi increíblemente (porque soy bueno) con pie estirado y reloj despertador al suelo, a las 100.

Salí a ver qué había sucedido. ¿De dónde había provenido ese extraño ruido? Busqué en el lavatorio, entre la vajilla, en las ollas, por la refrigeradora, en el horno de la cocina e incluso dentro de la caja de fósforos y sin embargo no hallé nada, ningún vestigio de algún intruso rastrero. Me di por vencido. Pero cuando salí, mi mirada se tropezó con algo absolutamente absurdo y entonces mi corazón empezó a latir más rápido, no sé si de miedo o de algarabía. Vi un animal peludo flotando en el agua de un balde grande, en donde mi mamá había enjuagado la ropa que lavó el día anterior. Estaba aparentemente muerto. Agarré un palo y empecé a darle vuelta. Vi emerger una oreja y una cola enorme del agua sucia, mientras sentía que mi corazón se aceleraba más y más. Vi unos dientes enormes saliendo de su boca abierta llena de bigotes. ¡Por fin te moriste rata inmunda! dije mirando vengativo el cadáver del sucio animal. Supe entonces que mis latidos acelerados eran por la emoción de saber muerto a nuestro más tenaz enemigo. ¡Por fin habíamos derrotado al sucio animal! Calló en una de nuestras más improvisadas y esporádicas trampas. Al fin y al cabo resultaste ser una rata estúpida. ¿Te metiste al agua sin salvavida? ¿O hurgabas entre lo ajeno y te tropezaste con tu idiotez? Debes haberte arrepentido de habernos robado tanta comida en todo este tiempo porque así no hubieses engordado tanto y hubieses podido salvarte, rata, rata estúpida, jaja jaja jaja.

Saqué a la rata del balde de agua sujetándola de la cola algo temeroso de que resucite y contraataque, cuando de pronto, unos golpes en la puerta de la calle me asustaron y me hicieron soltarla. Su cadáver cayó al suelo dando un golpe seco. Alguien buscaba. Fui a atender dejando el cuerpo sin vida del abominado roedor tirado en el suelo. “¿Quién es?” pregunté y al otro lado de la puerta, una voz femenina me contestó. “Soy yo, Analí”. El rostro de la niña que me tenía descorazonado mañana, tarde y noche sin saber si al igual que yo, ella me quería, se me vino a la mente. ¿Qué querrá? me pregunté.

- Mi hermana no está por si acaso - le dije descortésmente mientras abría la puerta. Traía el cabello suelto y llevaba puesta una excitante pantaloneta roja que le permitía lucir sus bellos muslos – disculpa, hola - le dije arrepentido.
- Hola, no he venido a ver a tu hermana, vine porque supe que estas solo y bueno yo quería decirte que… – miró el suelo e hizo un gesto inquieto. A mí se me vino a la mente la más perversa idea, y le dije apurado, qué cosa, habla.
- Bueno vine a pedirte si podrías prestarme tu pelota para jugar vóley con las chicas – Yo me quedé con la boca abierta y casi con los brazos extendidos para recibirla.
- Vamos! No me hagas roche pues, por favor, nos hemos quedado sin balón y no queremos quedarnos también sin jugar - me dijo dulcemente.
- Está bien, espera un momento – le respondí.
- Ok. – dijo sonriendo y pegando un brinco.

Resignado, me di media vuelta. Mi corazón había empezado a ser condescendiente con ella ante cualquier pedido que me hacía pues no podía evitarlo, la quería y por cualquier instante con ella, daba lo que fuera. Me transformaba en su muñeco de trapo las veces que ella quisiera. Sin embargo, en las últimas ocasiones que estuvimos juntos, sentí que el momento de poder abrazarla y besarla por fin se acercaba: jugaba con mi pelo, me abrazaba del cuello, me pellizcaba y se corría para no devolverle el pellizco, se dejaba tomar las manos y entrelazar nuestros dedos, me celaba con algunas de las chicas y cuando estaba contenta conmigo, de un salto se trepaba en mi espalda para que yo la llevase cargada. Eso era para mí la gloria, porque me abrazaba y me daba un beso tierno en el cuello. “Debo esperar el momento preciso, inventar un encuentro de noche, tal vez ella espera eso de mí pero yo no me atrevo, no sé cómo alcanzarla, a veces tengo ganas de robarle un beso pero me agobia el miedo de que se enoje conmigo. Si tan sólo me diera una señal”. Entré a la cocina y me topé con la rata muerta.

- ¿No hay nadie? - me preguntó desde afuera.
- ¡No! - Le contesté mientras cogía con la yema de mis dedos la cola de la rata para intentar arrojarla a la basura.
- “Vaya, ¿sí que tienes muy pocas comodidades aquí no?” me dijo Analy sorprendiéndome desde atrás. Entonces sucedió lo inevitable. Asustado, sin tiempo para pensar en librarme de cualquier cochina evidencia que delatara mi prosaica existencia, no pude hacer más que voltearme con la rata muerta colgando de mi mano izquierda y ella, que al parecer se estaba acercando para darme un pellizco, o una caricia en la espalda, hizo tan elocuente gesto de repugnancia, que hasta ahora me avergüenzo de mi mismo y reniego de mi total estupidez.
- ¡Que asco! – me dijo con una voz que jamás se la había escuchado en el tiempo que la había conocido. Casi al instante salió corriendo despavorida y tal vez más decepcionada de mí que otra cosa. La vi abandonar mi cocina, mi casa y mis ilusiones como si huyera de un fantasma o de un monstruo.
- ¡Analy!, está rata está muerta” le grité, aún más estúpido; pero no dio marcha atrás.

Ahora, creo que ya son más de la una de la madrugada y sigo sin poder dormir, no dejo de pensar que tal vez por culpa de esa maldita rata, mis posibilidades de alcanzar el amor de Analy se echaron a perder, debe creer que soy un pobre diablo, un idiota; pero además, me molesta ese ruido grosero que al parecer, proviene de la caja de la basura afuera en la cocina, desde hace más de media hora que no me deja conciliar el sueño…

lunes, 30 de noviembre de 2009

La linda brujita (II)

Si tuviera un cigarrillo no caminaría con las manos en los bolsillos. Si dejara de extrañarte le restaría alegrías a mis días. Quiero volver a sufrir creyendo que estás conmigo, escribirte cartas y pintar mis tristezas con el color de tu amor discreto. Ver tu rostro cuando sonríes en una noche de luna llena, con sesenta y cinco soles para gastar. El mayor hechizo de tu magia, linda brujita, es haber dejado pinceladas indelebles en mi duro corazón. Trataré de no intrigarte con tanta metáfora, para que no dudes que hablo de ti y para que no sientas los mismos celos que siento yo, cuando pienso que no hablas de mí en las paginas de tu diario pequeño. No sé si soy yo tu migajita de pan, pero me gustaría serlo, tú lo sabes, hace muchísimo tiempo me regalaste una esperanza de cartón. Cómo dejar de quererte si busco palabras tuyas en las nubes rojizas del dolor de las seis de la tarde. Las páginas del libro que leo y las páginas del libro que escribo, las interrumpo para pergeñar una frase inspirada en el recuerdo de tus manos inquietas. Linda brujita, si sigues escribiendo como escribes, voy a enfermarme de amor y como siempre, no encontraré mejor calmante que tu voz al teléfono y no habrá mayor remedio a mi enfermedad, que el contacto de tu mano tibia, una noche antes de dormir. La última vez que te miré a los ojos debo de haber dejado mi alma. Te imagino fumando un cigarrillo y no puedo evitar pensar en lo sexy que eres. Es como un suspiro entre olas de celofán. Te he dicho que ya no te quiero y es cierto, la fantasía de tu amistad me inspira a adorarte.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Perdidos

Cuando despertó sintió el calor de Zeta a su lado. La observó en silencio y reflexionó sobre el número de prostitutas con las que se había acostado. Apenado, descubrió que había perdido la cuenta; sin embargo, ella era la primera con la que pasaba una noche entera. No le importó, recordó a su ex esposa y al mirar a Zeta, pareció encontrarle un rasgo parecido, algo que le hacía recordar a B y querer adorarla; pero no supo precisar qué era: ¿sus pestañas?, ¿su nariz?, ¿sus labios?, ¿su frente?. En el fondo nunca deseaba ofenderla, en el fondo, sabía que los únicos amaneceres tibios antes de X, Y y Z, fueron a su lado. Sintió que nada de nuevo tenía esa mañana, ese amanecer. Una vez más, al lado de un cuerpo extraño recostado sobre sus sábanas maritales, recordó el tiempo perdido, los días que se alejó de su familia, las noches dedicadas con egoísmo a sus proyectos y sintió el mismo remordimiento lacerándole los sentidos pero con más fuerza. Eran casi las cinco y media de la mañana. Sintió asco de su propia vida, le dolió la cabeza.

Suavemente se quitó las sábanas de encima, se vistió y caminó descalzo hasta el baño pensando en la forma cómo iba a deshacerse de Zeta. Mientras tanto ella, que había permanecido recostada, aparentando estar dormida, esperando que Equis actuara, tal vez la acariciara, se sintió despreciada y se arrepintió de no haberse largado antes. Quiso moverse, pero le impidió el miedo de saberse sobria. También era la primera vez que amanecía en el departamento de uno de sus amores efímeros, pero porque ella quiso, porque algo en él le impresionó, aunque no sabía precisar qué era: ¿su mirada?, ¿su soledad?, ¿el sonido de su voz?, ¿la marca del cigarrillo que fumaba? ¿sus manos al tocarla?. Algo en él la hacía añorar no sabía que cosa. Se sintió triste y aguantó el llanto.

En el baño Equis manoseó su sexo humedecido. Quiso bañarse pero tuvo desconfianza de Zeta. Recordó las poses en que le hizo el amor y sintió una leve erección. Imaginó el cuerpo de Zeta desnudo, bajo la luz de esa mañana calurosa y quiso ir a levantarla; pero para no volver a sentir lástima de sí mismo, decidió que el día siguiera su propio ritmo, así luego creía sufrir menos. Después de lavarse el rostro y cepillarse rápidamente los dientes, salió del baño. Lo que vio le hizo sentir un espasmo: Zeta estaba completamente desnuda, de pie, frente a la ventana. El contraluz le dejó ver su silueta perfecta: sus caderas turgentes, su culo grande, sus piernas esbeltas. La deseó con más fuerza.

Zeta no supo si darse vuelta. Se había levantado para ver lo hermoso del amanecer, para oír el canto de los pájaros, para dejar que los primeros rayos del sol le dieran en el rostro. Tenía los ojos humedecidos por la pena. Recordó la retahíla de orgasmos que había tenido haciendo el amor con Equis y una por una llegaron a su mente, las palabras de amor que sus gemidos y gritos provocaron. Extrañamente, deseó tenerlo nuevamente. Sus pechos se le erizaron.

Equis se detuvo a contemplarla. Pensó que el cuerpo desnudo que tenía al frente suyo era riquísimo, que haberla acariciado la noche anterior había sido una maravilla, que sentir placer con ella una vez más sería divino; quiso expresarlo, decírselo; pero de pronto se sintió estúpido, ridículo, sobrio. Pensó en lo raro que era tener a una mujer que no fuera la madre de su hijo respirando el mismo aire de su habitación. Otra vez lo embargó el deseo de maldecir su vida, de drogarse, embriagarse y matarse poco a poco. No dijo nada, bajó la cabeza y se dirigió a la cocina con ganas de salir lo más pronto posible de esa casa. Se sabía de memoria las clases que dictaba todos los meses, desde hacía cuatro años, en un colegio estatal. A veces los rostros que lo miran al salir, le recuerdan que hace mucho tiempo dejó de ser el mismo que solía ser cuando vivía en la armonía de su hogar completo. Hoy eso no hará falta.

Zeta secó las lágrimas de su rostro con el brazo. Dio una mirada triste al cielo despejado. Vio a un ave surcar las nubes a lo lejos y sintió envidia. Sonrió con algo de pena. Empezó a vestirse sin quitarle la vista de encima a Equis. Tuvo ganas de encararle las lágrimas derramadas, decirle que por su culpa había recordado lo vacía que era su vida desde aquel día que sus padres se separaron y se mudaron del barrio en donde había encontrado al gran amor de su vida. Miró el reloj y recordó el ambiente lúgubre del hospital donde trabaja. Todos los días improvisa sonrisas de buenos días y buenas tardes a los enfermos de aquel nosocomnio donde todas las semanas desde hace dos años se gana el pan y la nicotina de cada día. A veces esos rostros le dicen que la vida es como uno de sus poemas mal hechos, dignos de ser despreciados. Hoy eso no hará falta.

Equis sacó un pedazo de queso de la refrigeradora y se preparó un sándwich con pan de molde. Por un momento se imaginó con Zeta, sentados los dos a la mesa. Cogió su termo de color azul, lo destapó, observó un momento la aparición del vapor y preparó dos tazas de café. Se preguntó si sería capaz de romper el silencio que había en la habitación.

- ¿Tienes un cigarrillo?
- Revisa en mi chaqueta.
- ¿La que traías puesta ayer?
- Sí
– Los acabamos. ¿No lo recuerdas?
– Entonces ven aquí y toma café conmigo.
- ¿Por qué?
– No lo sé. Porque no podemos ir a trabajar sin tomar algo.
- ¿Porque el desayuno es el alimento más importante del día?
– Sí. Porque el desayuno es el alimento más importante del día. No eres una puta verdad.
– Sí lo soy, sino lo fuera, no estuviera a estas horas en tu habitación.
- ¿Entonces cuánto es por el excelente servicio?
- ¿Te pareció excelente?
– Sí. ¿Dime cuánto es?
- No vas a poder pagármelo.
– Díme, lo que sea.
- 100
– ¿100 dólares?
- No
– ¡100 soles!
- No
– ¿Entonces?
– 100 tazas de café.

viernes, 30 de octubre de 2009

Rayito de sol

No sabría decir en que momento apareció esta malformación en mi espalda. Cuando asistía a mis últimas clases en la Universidad, un amigo se sentó atrás mío y me saludó palmoteándome el hombro izquierdo. Entonces exclamó algo que me incomodó mucho a pesar de que siempre me inventan apodos por lo flaco que soy: "Eres puro hueso compare". Y lo dijo deteniéndose a palpar una protuberancia en mi espalda mientras exclamaba a los cuatro vientos su reciente descubrimiento. Renegué por dentro con ganas de insultarlo, porque creía que exageraba o intentaba convertirme en el centro de la burla, así como antes; pero una amiga me defendió. Déjalo oye, él siempre ha sido flaquito, le dijo. Agradecí en mi mente el gesto de mi amiga porque me hizo entrar en razón; sin embargo, cuando llegué a casa, me quedé pensando en la frase de D. "Por qué carajo me dijo eso. ¿Me habré sentado en una posición que hizo notar lo flaco que soy" Entré al baño y frente al espejo, examiné mi rostro apergaminado. Mis ojos estaban rojos como siempre y mis bigotes, más hirsutos que nunca. Aún así, no pude sacar de mi mente la sinceridad con que sonaron sus frases. Me desnudé y cuando ya estaba apunto de entrar a la ducha, me miré de perfil en el espejo y descubrí una bola debajo de mi omóplato izquierdo. Conchasumadre, dije asustado. ¿Qué carajo es esto?.¿Acaso el idiota de D. tenía razón?.

Leer memoria completa

Esa misma tarde hablé con mi vieja. Le enseñé la bola que acababa de aparecer en mi espalda y como era lógico, pegó el grito en el cielo. Inmediatamente se comunicó con mi hermana en EE.UU para que hable con mi viejo y le explique lo sucedido al hijo pródigo de la familia. En ocasiones pasadas, cuando mi salud estuvo en riesgo, mi papá demostró ser mi papá e hizo excepciones para desembolsar parte de su dinero. En esta ocasión también fue así. Sin embargo, antes de que eso ocurriera, mi vieja me llevó a un pariente suyo que trabaja en una clínica particular. Kinesiólogo de profesión, mi tío recontra lejano, le cobraba a mi vieja lo que fuera su voluntad. Y entonces, con él me inicié en la maniática obligación de quitarme el polo frente a cualquier médico extraño que al instante de ver mi bola, empezaba a tocarla metódicamente con la yema de los dedos y a ordenarme que moviera el brazo en diferentes direcciones. "¿Será un quiste?" "Parece hueso. Está duro. Además se mueve" "¿Te duele?" "Puede ser una calcificación" ¿Exceso de calcio?" "¿Te has caído?" "¿Alguna vez te has fracturado el brazo?" "¿Qué edad tienes?" "¿Qué edad tienes?" "¿Qué edad tienes?"

Mi vieja no confió en el diagnóstico de mi tío. Como la radiografía que me ordenó sacar arrojó absolutamente nada, decidió - desconfiando de mi delgadez - que debía sacarme un examen de Bk; así que tuve que guardar en pequeños pomos con tapas de color, mi esputo y mis heces. (Qué desagradable es enfermarse al lado de médicos pelmazos). Los resultados revelaron que yo estaba más sano que nunca; sin embargo, cuando uno repentinamente amanece con alguna enfermedad, intenta buscar las razones que la produjeron, la contagiaron o la hicieron aparecer y temeroso incluye en la lista de probabilidades, algunos pecados mortales, como si estuviera empezando a pagarlos. Los enumeré en mi mente y maldije mis estupideces de hombre común y corriente. Mientras tanto, mi madre se lamentaba al recordar la dos veces que de niño me saqué la mierda desde un segundo piso y le contaba a todo el mundo, familiares y amigos, lo travieso que había sido. "Tengo miedo hijito de que tu problema sea por la caída que tuviste de niño" me repetía asustada.

Sentado frente a un nuevo hospital, un poco más serio pero también barato, empecé a recordar las veces que me marqué el cuerpo con amorfas cicatrices y revivía aquel momento trágico en mi vida que más le preocupaba a mi vieja: Sentado en la baranda del segundo piso de un edificio en donde vivía cuando tenía 10 años, estaba celebrando con unos amigos el término de un partido de fulbito. Entonces mi hermano G - siete años menor que yo - se apareció, causando estrepitosas carcajadas en mis amigos. Su cabello en punta, a su corta edad, lo condenaba siempre a ser el centro de la burla y a inspirar los más crueles y a la vez creativos apodos. Pero yo, en ese momento, en vez de defenderlo, lo miré con desdén y alzándole la voz, le ordené que subiera a la casa. Entonces mi hermanito, que desde pequeño demostró ser impulsivo, se dejó llevar por el rencor del momento y con una mirada furibunda se abalanzó sobre mí. Lo que pasó después fue tan rápido que ahora lo único que recuerdo es que grité tan fuerte, observando mi muñeca fuera de su lugar, que hice salir a todos los vecinos de sus casas. Subí corriendo gritando ¡mamá, mamá!, mientras sostenía aterrorizado mi brazo…

El nuevo doctor que me atendió demostró ser más serio. Me diagnosticó una posible tumoración en el omóplato izquierdo, pero me ordenó sacarme otra radiografía en una posición especial para poder estar más seguro. Echado de perfil en una camilla, con la máquina de rayos x sobre mí, dos nuevos doctores me agarraron como si yo fuera un muñeco de trapo y me doblaron el cuello y el brazo izquierdo dejándome en una posición totalmente absurda e incómoda, ordenándome inclusive a que no respirara, dando como resultado, claro, un rotundo e irónico “nada de nada”. Mi segundo doctor le dijo a mi vieja que debía sacarme una tomografía multicorte para poder determinar a ciencia cierta si lo que tenía era o no, un tumor. De ese solidario hospital salimos con la boca abierta, pero no de sed o cansancio, sino por sus elevados costos.

Dos semanas después, una tía de Lima, prima hermana de mi vieja, llegó a hospedarse a mi casa para poder asistir a la misa de mi difunto abuelo. Mi tía trabajaba desde hacía 30 años en el Hospital Tres de Mayo, por lo que mi vieja decidió entregarle las placas de mi omóplato para que se las lleve y las vea un doctor de la especialidad de cabeza y cuello, como ella sugirió luego de darle nuevos bríos a mi bola con sus suaves manoseadas. Cuatro semanas después, se intercambiaron los papeles, mi vieja llegó a hospedarse a la casa de mi tía, trayendo consigo, a su hijo el enfermo de un posible y novedoso cáncer que era yo y tal vez, para establecer el día de sus futuras misas de difunto.

Cuando mi vieja me llamó por teléfono, un sábado por la noche, para comunicarme que viajábamos al día siguiente a la ciudad de Lima, maldije de miedo. Nadie sabe que le tengo pavor a los ómnibus, sobre todo si en el camino tienen que pasar por oscuros abismos. Mi vieja había conseguido a precio económico, en una empresa mentada, dos pasajes en el segundo piso de un ómnibus moderno. Complacido me acomodé en el asiento, dejándole a Dios el curso de mi destino; sin embargo volví a maldecir cuando descubrí que viajar en el segundo piso de un ómnibus es económico porque allí, el movimiento se siente con más fuerza. Ni bien arrancó empezó a zigzaguear de un lado a otro, provocándome vértigo y acrecentándome más el miedo. Me persigné tres veces y resignado, cerré los ojos hasta el día siguiente.

Al llegar a Lima imaginé que iríamos primero a la casa de mi tía a dejar nuestras cosas, bañarnos y tomar desayuno, pero mi vieja me comunicó impostando su voz, que no haríamos ninguna parada, que de frente íbamos a ir al hospital. Tu tía E. está en el hospital, no hay nadie en su casa quien nos reciba, sus hijas ahora están trabajando, me dijo mientras yo intentaba analizar incrédulo su grandiosa noticia.

El recorrido del ómnibus, desde la primera agencia hasta la segunda, duró una hora y media. Mi vieja otra vez se quedó dormida y yo desde la ventana, fui observando el paisaje. Lima ya no me pareció tan horrible como cuando viajé de niño. Las calles tenían más áreas verdes y los automóviles y microbuses de varios colores transitaban ordenados por amplias autopistas y by pass gigantes. Sentí envidia porque recién entendí lo que a mi ciudad tanta falta le hace; sin embargo reflexionando un poco, me dije que nunca me acostumbraría a una ciudad de amaneceres tan tétricos, simplemente porque soy más chiclayano que el arroz con pato y más patapeño que la piedra blanca.

Luego de lavarnos la cara en el baño de la agencia, tomamos un taxi directo al Hospital Dos de Mayo. Al llegar allá nos dimos con la sorpresa de que no había ingreso hasta el mediodía porque la procesión del señor de los milagros iba a llegar a “derramar sus bendiciones”. Con todo y valijas nos quedamos esperando media hora en la puerta hasta que mi tía logró escuchar su celular. Al salir, nos dejó entrar entre tanta gente furiosa como si fuéramos accionistas del hospital o algo así.

Adentro, mi vieja y mi tía se acomodaron para ver la llegada del Cristo Moreno, mientras que yo me quedé sentado en una banca sin ganas de nada. Cuando por fin acabó todo, mi tía E. nos llevó directamente y sin sacar cita, hacia un doctor. Para ese momento yo ya había perdido la cuenta de cuantos doctores habían manoseado mi raro hueso. Quiso ver las placas que me habían sacado en Chiclayo pero lamentablemente mi tía las había olvidado en su casa, así que nuevamente tuve que sacarme otras, que como era de esperarse, no dieron resultado. Aunque el doctor demoró observándolas, se dio por vencido ordenándonos que me llevaran donde un doctor ya no de cabeza y cuello, sino de tórax. En ese momento me pregunté por qué si lo pensé antes, no lo sugerí.

A las dos de la tarde salimos a almorzar a un pequeño restaurante ubicado cerca del hospital. Mi vieja y mi tía conversaban de la familia. Yo, a pesar de estar siendo estudiado por médicos debido a un serio problema que amenazaba mi salud, me sentía muy tranquilo, pensaba en la ciudad, en si estaba lejos o cerca la universidad San Marcos, la Universidad de Lima, las facultades de literatura, la casa de Mario Vargas Llosa, la casa de Oswaldo Reynoso; pero entre esas dos viejitas hablando confidencias me sentía perdido. Retomé el hilo de la conversación cuando mi tía E. empezó a hablar de sus hijas. Una es contadora y trabajaba en un Banco y la otra es profesora de educación especial y trabaja en un colegio para discapacitados mentales. Me acordé de ellas y tuve muchas ganas de ver cómo estaban.

Temprano, cuando mi tía nos había dejado en sala de espera, llegó acompañada de un joven de mediana estatura, no tan flaco y de cara amigable. Era el enamorado de la menor de sus hijas, la profesora. Estudiaba ingeniería de sistemas y cachuelaba decorando y alquilando toldos. Él era uno de los responsable del apoteósico recibimiento al Señor de los Milagros. Mi mamá quiso saber qué tiempo tenía con mi prima J y él, muy sincero, respondió que llevaban juntos 6 años y que era porque J aún lo aguantaba. Yo, que no estaba muy seguro de quien de mis primas era J, me preguntaba por quien de las dos se refería y los imaginaba viviendo infelices, no sé por qué.

Cuando llegamos a la casa de mi tía en San Martín de Porres, vimos a un muchacho de cabello largo esperando, muy tranquilo con las manos en los bolsillos. Era mi primo M. Su mamá trabaja desde hace más de 8 años en Uruguay y cuando necesita algún apoyo doméstico, cómo que le cosan su camisa favorita, visita siempre a mi tía E. Mi mamá lo saludó efusivamente porque durante un tiempo que estuvo trabajando en Lima, compartió con él muchos momentos hogareños. Pensó que era buena idea hacer una llamada a Montevideo y por los gestos que hizo M me di cuenta que acertó.

La primera en llegar fue L. Me sorprendió verla porque la recordaba gorda y con las mejillas redondas y siempre sonrosadas. Lo primero que pensé al verla fue que buena que está. Me pareció que había tenido un adelgazamiento exacto, preciso como para quedar riquísima. Almorzamos juntos los tres (mi tía me pidió que acompañe a los chicos a almorzar) en una mesa pequeña de la cocina. De rato en rato, L y yo nos mirábamos, con los rostros muy cerca uno del otro y veía en sus gestos, mientras conversaba, algunos recuerdos de niñez que en sus labios rosados morían para traerme al presente.

Más tarde mi vieja y mi tía decidieron salir a visitar a mi tía abuela G en Miraflores. Me preguntaron - pensado que iba a preferir quedarme en casa - si quería acompañarlas; pero accedí ansioso. Al llegar, sus hermanas nos dijeron desde la ventana, con el rostro melancólico, que la habían hospitalizado hacía unas horas. Entonces mis acompañantes decidieron caminar tres cuadras más para visitar a otra tía. Nos abrió la puerta una señorita no mayor de 13 años y luego nos recibió su papá, un hombre de rasgos orientales. Nos hizo esperar y luego nos acompañó hasta el cuarto de mi tía S. Desde ese momento, las horas se hicieron antagónicas. Sentí conocer muy de cerca la desesperanza y al mismo tiempo las ganas de vivir.

Mi tía S estaba postrada en la cama. Nos contó lo horrible que había sido para ella empezar a sentir los síntomas de su enfermedad. Más de 10 días sin poder hacer sus deposiciones. Dolores insoportables en el vientre que la hacían rogarle a Dios que de una vez la lleve. Interrumpía su historia para hablar de su mamá. Decía que ella ya no reconoce a nadie y que le rogaba a Dios que se la lleve el mismo día que murió su padre, dos semanas más adelante. Yo no entendía que enfermedad padecía mi tía, ni siquiera conocía muy bien mi parentesco con ella. Entonces renegó de lo lento que se le caía el cabello y nos reveló que ella se peinaba con frecuencia para acelerar su caída. Cuando nos llamaron para tomar lonche, mi tía se levantó de la cama con facilidad y delante de nosotros se peinó. Miren, nos dijo, enseñándonos en su mano, un mechón de cabello dorado y en su rostro una sonrisa de paz consigo misma.

Cuando bajamos, la mesa ya estaba lista. Había café, pan, queso, mantequilla, mortadela, mermelada y plátano frito. La hija mayor, que supuse había llegado de algún sitio, o había sido obligada a salir de su cuarto, nos acompañó en la mesa. Era una china bonita, de figura atlética, cabello castaño oscuro, que al mirarme me hacía decir palabrotas en la mente. Se sentó al lado de su abuela y mientras la escuchaba contar las historias de sus peripecias por casi todo el mundo, hablando orgullosa de sus viajes a más de siete países de Europa le acariciaba el cabello y la miraba con dulzura. A mí me dieron ganas de besarle la mano cuando dijo que no obstante, lo más bonito que había visto en todo el mundo era Machu Pichu. Mi mamá y mi tía E. comprendían todo lo que ella decía, sabían qué es lo que había sido durante su juventud y yo me imaginaba sin ganas de preguntar, por qué su vida había sido tan prolífica.
Momentos después, se apareció uno de los hijos de mi tía S. Venía acompañado de sus tres hijos: dos señoritas y un varón, los tres mayores de edad y con trabajo seguro. Cuando él se apareció, el ambiente se tornó alegre. Improvisando chistes nos hacía reír y se bromeaba con todos, incluso con el señor de la casa, su cuñado. Él quiso indagar la verdadera razón por la que mi mamá y yo, habíamos llegado a Lima, así que mi vieja no tuvo más remedio que contar la historia de mi osado hueso. Cuando ella terminó todos creyeron adivinar de qué se trataba. Debe ser una bola de grasa, dijeron. A varios parientes les ha sucedido lo mismo. Incluso, una de las hijas que estaban presentes, corroboró con una tímida sonrisa la hipótesis. Tenía en el rostro, rasgos de haber sufrido un acné feroz. El supuesto tumor que de niña le había aparecido en la columna vertebral, resultó ser una bola de grasa que cuando se la extrajeron y reventaron, dio asco por la cantidad increíble de grasa que contenía. (Eso entendí)

“Posiblemente tú tienes lo mismo” me dijeron. (¡Güácatela!) Entonces mi tía S, segura de que lo mío no era un tumor sino una aparición de grasa seca en mi espalda, llamó a su doctor, el mismo que operó a mi prima la de la sonrisa tímida y el mismo que se encargaba de su quimioterapia. Lo llenó de halagos, dijo que él, con solo mirar y sin necesidad de radiografías, era capaz de detectar si lo que padece uno es o no un tumor. “Voy a llamarlo para rogarle que te reciba mañana” me dijo. Cuando él doctor respondió, mi tía lo saludó sonriente, algo le preguntó de su estado de ánimo o de su salud y ella le respondió que bien. Entonces le habló sobre mí. Le dijo que estaba consigo un sobrino que había llegado de Chiclayo porque le había salido una bola en la espalda muy parecida a la que le salió a G y N. Mi tía reía al teléfono. Se refirió a mi cómo uno de sus sobrinos más queridos y le pidió de favor que me viera mañana, entonces el doctor no pudo negarse o de repente su relación con mi tía era verdaderamente sincera.

Mañana te espera a las 4 en el INEN, me dijo. Cuando acabamos de comer y llegó la hora de despedirnos, mi tío se ofreció a llevarnos en su carro. Sus tres hijos habían llegado en carro propio. Mi tía S se despidió de mí diciéndome que no me preocupara. Me convenció con su optimismo y me imaginé siendo operado mañana mismo y regresando a Chiclayo al día siguiente con un gran parche en la espalda. En el carro de mi tío el bromista, me enteré que actualmente vivía con su cuarta mujer. Sus hijos con los que se había aparecido, eran fruto de su primer matrimonio. Contaron historias que me sorprendieron por lo irónica y al mismo tiempo exitosa que era su vida. Hoy en día la madre de sus hijos se lleva muy bien con él e incluso se hacen bromas sobre lo Badani que resultó ser. Mi tío se ofreció nuevamente a llevarnos al día siguiente al Instituto Nacional de Neoplásica, para presentarnos al Doctor.

Cuando llegamos a la casa de mi tía E. encontramos a mis dos primas en la sala. J estaba chateando en la computadora mientras que L veía televisión solita en el mueble. Me sorprendió e incluso hasta me confundió lo efusiva y cariñosa que fue J al saludarme. Me dio un fuerte abrazo al verme llegar y me preguntó cómo me había ido durante el día. De ella me llevé la misma impresión que cuando la conocí hacía años. Una morena muy bonita, de ojos achinados y sonrisa pícara. Prácticamente nos habían estado esperando para poder irse a dormir. Cuando me tocó entrar al baño a cepillarme, mi mamá se me acercó para alertarme de la presencia del esposo de mi tía E. Un viejo cascarrabias, un ignorante sin remedio, un bruto que no sabe valorar el aire que respira. Temprano la había oído quejarse a mi tía E. de la actitud de mi tío. Esquivo, apático, displicente con sus hijas. Contó que ya lo había votado una vez de la casa, pero J se enfermó y pidió que su papito regrese. Contó también que una vez se accidentó en su trabajo de albañil y que cuando ella lo llevó al hospital y lo atendió hacendosamente, él le agradeció besándole las manos.

Al día siguiente, mi mamá y yo no pudimos levantarnos por temor a cruzarnos con el viejo. A mi tía E casi nunca la visitaban por culpa de él. Nos contó que un día en que la familia se había reunido en su casa, él se apareció haciéndole pasar un muy mal momento, porque lo único que hizo ante tanto saludo cordial, fue poner su cara más amarga y arrogante y pasar de frente dejando a todos con el saludo en la boca. No nos quedó más remedio, recordando esa anécdota, a esperar que se vaya. Mi tía E. ya había salido desde las 5 de la mañana y él se fue a las 7:45. La pobre J. tuvo que soportar sus irrespetuosos gritos y tal vez por vergüenza a lo que pensemos nosotros intentó defenderse. Cuando la casa se liberó de tanta tensión nos levantamos. Las chicas también ya se habían ido. Rogando que el día acabe lo más pronto posible me levanté y me duché y como en los viejos tiempos desayuné acompañado de mi madre. Quise agradecerle por preocuparse tanto por mí y pedirle perdón por haberla culpado hacía muchos años, de todas las desgracias que me habían ocurrido en la vida, pero no me atreví.

El día estaba igual que el anterior o quizás mucho más frío. Por más optimista que yo había amanecido, el día me impregnaba melancolía. Miré el cielo varias veces mientras viajé en ómnibus por una hora y media y en ningún momento vi asomarse la posibilidad de que un rayito de sol ilumine la mañana. Era mi segundo día en Lima y ya extrañaba Chiclayo. Si logro salir de aquí y una vez más me enfermo, me quedaré a morir en mi casa, en biviri y chor, con los brazos y piernas calientes y descubiertos, me dije mientras escondía mis manos entre mi polera. Cuando pasamos por el cerro San Cristobal, me maravillé una vez más. Me pareció como si estuviera pasando por un museo gigante en donde se estaba exhibiendo un cuadro muy bonito, con casas pintadas de diferentes colores.

Al llegar al hospital mi mamá le explicó lo sucedido a mi tía E. Le dijo que el viejo cascarrabias había salido de la casa tirando la puerta y que recién en ese momento pudimos levantarnos de la cama. Lo tomó con normalidad e incluso se disculpó por él, pero cuando mi vieja le contó que se había atrevido a gritarle a J, se enfureció y dijo que en la noche la iba a escuchar.

Intenté descifrar qué es lo que hacía tan especial ese hospital de grandes columnas, largos pasadizos y amplias salas de espera. No había ni un solo vendedor ambulante, las enfermeras que se paseaban despreocupadas eran la mayoría bonitas y los pacientes que caminaban o esperaban la hora de su cita con el doctor, parecían adivinar que no había nada de qué preocuparse. Sin embargo, cuando me tocó a mí ser atendido por un nuevo doctor, me preocupó pensar que tal vez la mala suerte me estaba persiguiendo intentado encontrar conmigo el límite de su esencia. Sentí que retrocedí mil pasos cuando el doctor me dijo que debía sacarme una tomografía multicorte.

No sé si el frío hizo que mi tobillo derecho me punzara de dolor o era el momento exacto en que mi dislocadura recrudecía por falta de tratamiento, que no pude evitar contarle a mi vieja lo jodido que tenía el pie derecho debido a un accidentado día de chamba. Al final fue buena idea, porque cómo ya no teníamos nada más que hacer en ese hospital, aprovechamos el tiempo para que me atendiera un traumatólogo. Como era de suponerse, jamás debí atenderme en un huesero y debí tomar reposo con pierna enyesada por el transcurso de un mes; algo, por más importante que fuera, imposible. El diagnóstico, un esguince mal tratado que de no ser atendido lo más pronto posible, podría con lo años, causarme un artrosis severa. Debía de usar tobillera, no subir escaleras (no era necesario advertirlo) y entrar necesariamente, en proceso de rehabilitación en los próximos días. Me sentí ridículo, incluso pensé que el único motivo por el que yo tenía la oportunidad de salir de mi ciudad y viajar, era por enfermedad.

Esperando a que ocurra un milagro y por fin salga el sol, extrañé a mi familia, a mi esposa y a mi hijo y aunque el cielo estaba encapotado de nubes grises y parecía no abrigar esperanzas, sonreí intentado adivinar a cuantas personas en Lima podría parecerles el mundo más chiquito así como estaba. Me di cuenta que estaba extrañando a alguien más.
Cuando mi tía E salió del trabajo y por fin pudimos abandonar el hospital, nos fuimos directamente al INEN. (El almuerzo, al igual que el día anterior, fue en el mismo negocio casero). Al llegar, me sorprendió lo grande que era el edificio. Tristemente pensé que los casos de cáncer tal vez ameritaban tamaña infraestructura. Antes de ingresar se nos acercó un señor alto y moreno. Era mi tío el jacarandoso. Nos alegramos de verlo y guiados por su pomposa personalidad entramos al edificio. Pasados veinte minutos, mi tío decidió que era mejor llamar al humanitario doctor a su celular. Dio resultado. Cuando por fin se apareció por una de las tantas puertas, nos hizo entrar muy amablemente. Era de rasgos chinos y usaba lentes muy finos. Su consultorio estaba alumbrado con muchas luces blancas y dejaba entrar, no sé por dónde, una ventisca helada. Aún así me obligaron a quitarme el polo. Tajantemente y sin temor a herir mi susceptibilidad, nos dijo que lo que yo tenía en la espalda no era ni bola de grasa, ni quiste, ni nada de esas cosas; que lo que yo tenía era un extraño y a la vez bonito tumor óseo. Ante la incredulidad de todos, que lo miraban sin decir nada, volvió a manosear mi hueso, aunque esta vez de modo diferente.

Para determinar si de verdad me estaba muriendo de cáncer o si mi cuerpo estaba sufriendo una metamorfosis del tipo Q-C-E-E (¿qué cojudez es esto?) me recomendaron - ¡una vez más! - sacarme una tomografía. Quise insultar a alguien. Haber sígueme me dijo el doctor con ganas de dejar todo en claro. Mi vieja, mi tía y mi tío se quedaron esperando en el consultorio y el doctor y yo salimos por una puerta que estaba oculta tras una cortina blanca y que daba a un pasadizo inmenso. Caminé casi detrás del doctor, pensando en qué cosa preguntarle, hasta que llegamos a una sala con varias puertas, algunas abiertas y otras cerradas, de donde entraban y salían a cada rato doctores en jean y camisa blanca. Mi nuevo doctor se acercó a hablarles a unos de sus colegas y minutos después me hicieron entrar a un consultorio en donde sacaban ecografías. Nuevamente tuve que sacarme el polo y adivinar lo que pensaban de mi esquelético cuerpo. Renegué de mi mala suerte cuando me untaron crema en la espalda.

Boca abajo y sintiéndome más ridículo que nunca, colaboré para que los doctores pudieran a ver a través de una pequeña pantalla, lo que había de deforme en mi espalda. Levanté mi cabeza y también pude ver aquel maldito hueso que había hecho de mi vida en esos días, un desánimo total. Los doctores entraron a una especie de debate científico, hablando términos médicos que yo no entendía en absoluto; y aunque había quedado totalmente claro que lo que yo tenía era un tumor, no supieron determinar si estaba ubicado en hueso o cartílago. Así que una vez más me sugirieron que me saque una tomografía. ¡Puta madre!
Una vez más pasee por las calles de Lima como un visitante desdichado creyendo que hasta los paneles publicitarios donde se veían lindas chicas sonreír, se burlaban de mí. El carro de mi tío era de dos puertas, color plomo, con una radio que todo el día sintonizaba canciones del recuerdo. Antes de ir a la clínica en donde tal vez sacaban las tomografías más baratas de todo Lima, pasamos por un banco para que mi vieja saque efectivo. Para esas alturas, los 200 dólares que mi viejo me había enviado para hacer un tour por los hospitales más económicos de la capital, se habían agotado. Mi mamá ya me había dicho que tal vez esa misma noche nos regresábamos a Chiclayo. Mi último doctor, el más eficiente y el que no nos cobró ni un sol, ya nos había dicho que la solución a mi problema era con una intervención quirúrgica, así que de acuerdo a lo que diera como resultado mi tomografía, tendríamos que regresar de todas maneras en otra ocasión sólo para que me operen.

Finalmente, mis últimas horas en Lima fueron relajantes. La tomografía en aquella máquina gigante fue de un sosiego que me reconfortó. Mi tío fue capaz de hacerme reír con sus bromas de hombre mujeriego, nos invitó lonche en un pequeño restaurante mientras esperábamos los resultados de la susodicha tomografía y luego nos llevó a su departamento para presentarnos a (quien sabe) su última mujer, muy simpática por cierto. Me invitaron a sentarme en la cabecera de la mesa y me sirvieron un plato de arroz con salchicha y para elegir, pan con hod dog, queso o mortadela. Conversaron alegremente, de la familia, de los hijos, de la vida, contaron experiencias vividas y por primera vez en Lima me olvide que estaba enfermo, de algo ridículo e irrisorio, pero enfermo. Mi tía E contó una historia que me cautivó y me hizo admirarla. Dijo que la zona donde ha trabajado desde sus años mozos, es muy peligrosa, porque sus alrededores ha sido siempre guarida de maleantes y que cuando llegaban al hospital, heridos o enfermos, pidiendo medicinas o atención; siempre los trataba bien, sin marginarlos y que un día, uno de ellos, tal vez el jefe o cabecilla de alguna terrible banda, le dijo que ella era muy buena y jurándoselo, le prometió que nunca le iba a pasar nada. Completó su historia, contándonos que hace poco, uno de ellos, a quien reconoció por un terrible corte en la cara, se le acercó (la asombró lo viejo y débil que se veía) y le dijo pidiéndole por favor, que se de la vuelta y camine por otra calle, porque en la siguiente esquina había un grupo de nuevos delincuentes esperando a que alguna víctima se cruce para robarle. Mi tía le agradeció y se dio media vuelta, pensando que tal vez aquellos delincuentes que siempre atendió sin discriminarlos fueron y son, de alguna u otra forma, sus ángeles de la guardia.

Mi viaje de retorno a Chiclayo fue pobremente. Tomamos un ómnibus en un Terminal con empresas de transportes de nombres estúpidos. (Yo viajé en un Titanic). Mi tía E y su hija L nos dieron la despedida. Con los resultados de mis exámenes bien guardados en mi mochila, me acomodé en el asiento como pude. Por momentos el hueso en la espalda me incomodaba y no me dejaba dormir. Al despertar, reconocí el cielo despejado de mi ciudad y después de dos horrendos días, volví a sentir el sol calentar mi rostro. Miré a mi vieja dormir plácidamente y le agradecí por dentro. Abrí mi mochila y volví a leer el informe de mi tomografía: pequeño osteoma en el extremo caudal de la escápula izquierda, recordé la interpretación del doctor amigo de la familia, tumor benigno, sonreí tranquilamente, guardé en mi mochila el informe y restándole importancia, cerré los ojos a esperar que el ómnibus me lleve a mi único destino, la vida, como me había tocado.

Pátapo, noviembre de 2009.

lunes, 12 de octubre de 2009

La linda brujita (I)

Tuve una amiga de la cual me enamoré,
una vez puso su mano sobre mi brazo
y me contagió su temperatura,
tibia como la primera mañana de verano.
Cuando la recuerdo,
miro las nubes, busco colores, formas
y mi mirada se pierde de nuevo
en recuerdos lindos, dulces, cálidos.
Me apena no haberla visto nunca entre mis brazos,
de mí sólo tiene papeles imaginarios,
de ella yo tengo miradas, frases y ganas mal frenadas por el miedo.
Ella es como la mariposa que de niño nunca me atreví a cazar,
ella es la brujita que cuando quiere,
hechiza mi vida en torno a la suya.
Colecciona frases bonitas incluyendo las mías
y las esconde en lo más recóndito de su corazón colilla.
Somos cómplices en un juego de azar,
al igual que yo, camina por las calles pensando y buscando
alguna forma linda entre las nubes
que el viento de nuestra ciudad revive.
Mucho antes de que ella me encontrara,
yo divagaba en páginas de libros olvidados,
esperaba en calles repletas de vacío
y volaba en sueños que nunca reconocí míos,
tal vez fueron suyos, tal vez fueron de mis amantes,
esas que nunca tuve.
Me encontró pero prefiere seguir buscándome.
Yo tampoco se responder frases bonitas,
le regalo mis tristezas para que las envuelva en celofán
y me las devuelve, nada más.
La imaginé con el entrecejo fruncido
y descubrí el pasadizo secreto a sus sueños
entré como flotando entre nubes tibias
de noches finales de invierno.
Encontré en sus alas,
la ilusión de poder volar a mundos de cartón,
pero ella me lleva y me trae,
así es más bonito.
Con ella la inspiración me atrapa por días
y no me suelta hasta verla en mi imaginación
regalándome una sonrisa...

martes, 22 de septiembre de 2009

La verdadera imaginación

Jamás tuve un buen profesor que me de a leer un buen libro. Ahora soy de la idea de que hay cuentos y novelas que debemos leer en cierta época de nuestras vidas. Me arrepiento mucho de no haber leído algunos cuentos cuando mi existencia bordeaba los 15, 16 y 17 años. Me hubiese dado cuenta de que no estaba solo, que lo que me pasaba era común en chicos de mi edad, que había modos para proceder sin miedo a la derrota, que la amistad es algo imperecedero sólo cuando existe lealtad y que cuando el amor tocaba a la puerta había que saber reconocerlo.

Ahora eso ya no me importa porque nunca es tarde. Ahora lo que hice bien o mal, propio de regocijo o de arrepentimiento quedará grabado en cada uno de mis relatos y el tiempo en que lo viví, tendrá repercusión en mi propia voz.
Obras literarias han habido muchas cerca de mí, en mi casa, en mi cuarto, a mi alrededor, pero no eran las adecuadas para secundar el paso de mis días. La literatura tiene una función y es ayudar a que el mundo se sobrelleve, que cambie y hay libros para cada etapa de nuestras vidas. Así lo creo.

Hoy escribo porque no puedo evitarlo, porque así soy feliz, porque quiero que me lean y sepan que no existen razones para sentir soledad. Siempre habrá una buena obra literaria esperando por nosotros. Tal vez yo sea un representante más del realismo urbano, tal vez yo nunca convenza a los lectores y lectoras de la literatura inspirada; pero nunca dejaré que quienes me lean, pasen por lo mismo que pasé yo: cómo lector me llevé una gran decepción cuando supe que muchos cuentos que me cautivaron, fueron escritos basados en una experiencia real pero con desenlaces propios de la imaginación o mejor dicho del deseo frustrado del autor.

Creo que es una gran crueldad decir que lo inventado a partir de la experiencia propia o contada, se justifica cuando es algo verosímil, cuando es algo que podría suceder en la vida real. No es más que un malintencionado maquillaje hecho en un rostro magullado por las penas y la compunción. Dicen que la ficción nunca supera la realidad. Pues sí. Yo pienso que es gratificante crear algo que siempre vivió en nuestros deseos y que nunca se concretó, crear la historia como nos hubiese gustado que suceda en la vida real pero así mentimos con el corazón y lo dañamos con sensaciones efímeras. Yo prefiero que la luz divina de papá lindo me de inspiración para inventar algo digno de la verdadera imaginación.

Me gusta pensar que lo que he leído, sucedió, no en la imaginación del autor, sino en una época, en un lugar, en la vida de alguien. Sentir eterno cariño por “Colorete” y a la vez fervoroso respeto por Oswaldo Reynoso; reírme con “Una mano en las cuerdas” recordando al Manolo de Alfredo Bryce, como si me acordara de mí mismo y admirar a Miguel en un “Día Domingo” vargasllosiano, pensando que yo alguna vez tuve los mismos miedos y que también alguna vez los superé. Suelo pensar que mi teoría del Anticuento es una vaguedad, que los relatos que escribo para guardar o para postear son solo el trabajo forzado de un escribidor común y corriente, defensor de un movimiento, pero me siento muy bien conmigo mismo cuando escribo la verdad.

No me he puesto a contar si tengo más anticuentos que cuentos, si he escrito o descrito más sucesos reales que imaginarios, si me he dejado llevar por mis ilusiones inconcretas o si mi inclinación por lo real venció. Varias veces he sucumbido a la tentación de inventarme relatos, pero las veces que caí, he puesto siempre sobre aviso que estoy llegando con cuentos, que vengo con mis alegrías incompletas amenazando. No obstante, ¡a mí que ya no me vengan con cuentos! Desde que conocí la forma más común por la cual, los escritores se valían y se valen para darle un final a un relato, al instante pude adivinar cual era la parte inventada. Y es que era demasiado bonito o demasiado feo para ser verdad, pero valgan verdades cómo disfruté cuando los leí. Sin embargo... hoy ya no quiero sucumbir más... hoy voy a inventarme dos finales para todo... desde hoy tendré un final real y un final imaginario...

sábado, 5 de septiembre de 2009

Los chicos de arriba (III)


En aquellos tiempos pensábamos que se merecía que lo fastidiemos. A veces faltaba a clases y cuando entraba, se salía antes de la hora. Su celular estaba repleto de mensajes de texto con palabras cariñosas que a nosotros nos parecían pura cursilería, pero él actuaba tan espontáneamente, que llegó a mezclar su exhibicionismo con tal desfachatez, que cuando se atrevía a opinar de amores o de algunas “relaciones de marcación”, lo tildamos erróneamente de conchudo y no lo dejábamos hablar. Terminó jalando más de un curso, dos para ser exacto; y hoy, al igual que muchos de nosotros, continúa atrasado, aunque solamente él por amor, algunos de nosotros por descuidados y flojos.

Nos reíamos a carcajadas de su ternura y pasión incomprendida, pero quien no le vio alguna vez esa mirada llena de melancólica preocupación (no tengo otra descripción), esa mirada de nostalgia en la que fácilmente podíamos interpretar el nombre de Romina, envuelta ahí en un brillo cándido que reflejaba sus ganas de tenerla todo el día a su lado. (Los que han estado enamorados alguna vez, entienden lo que digo). Sus ojos llevaban ese brillo espontáneo: lagrimosos y tristones cuando la extrañaba; alegres y pícaros cuando la tenía a su lado, pero siempre apasionados, y lo afirmo porque todas sus decisiones estaban cargadas de una prioridad amorosa casi inconsciente.

Era un amor de aquellos que sólo una vez se presentan en la vida y que Ickabod lo sabía y por eso lo vivía intensamente, por eso amaba desenfrenadamente y a veces creo que sin ser correspondido, no se sabía si de la misma manera loca y envidiable pero en él lo era, porque en sus ratos libres, de esos en donde nosotros preferíamos ir al taco, al play, al fulbito, a la chicha, a los vinos o a la disco, él prefería estar con ella, acompañándola, amándola y ayudándole en su labores. Su forma de amar era distinta, nueva y cómica para nosotros, cuando le preguntábamos que tiempo tenía con ella, nos decía los años, los meses, las semanas, los minutos y hasta los segundos, era un amor sencillamente extraordinario.

A mí Ickabod me entusiasmaba porque era todo un personaje; su forma de ser me generaba curiosidad, me fascinaba observarlo y describirlo. Era (es) bajito, delgado, el rostro lozano como un niño y el cabello negro siempre despeinado. Había perfeccionado su silbido de pajarito para que los padres de Romina no sospecharan de su shakesperiana presencia en su ventana. Su dormitorio estaba repleto de peluches y en las paredes tenía pegados dibujos grandes que ella misma le había hecho y regalado y que a mí me hacía envidiarlo sanamente; parecía feliz, correspondido. Sin embargo lo que me causaba más curiosidad en él, era su preferencia por lo grotesco, le gustaba crear dibujos insólitos y siempre se inspiraba en la muerte, en el final, su mayor obra de arte era una pintura en donde se entrelazaban los restos de almas en pena, muertos con ojos colgando, crucifijos y rosarios chorreando sangre, cuernos de diablo y dientes de vampiros, uniformes de guerreros mitológicos y aviones de guerra sin gloria.

Su preferencia por lo estrambótico y su desenfadada personalidad, era un contraste con su forma de amar. Nadie le negaba su talento para el dibujo, a muchos profesores los caricaturizaba en secreto y a muchos de nosotros nos parodiaba en algunas hojas de su cuaderno. Un cuaderno azul, con fotos de él y Romina abrazados y besándose. Su mayor logro académico era amar sin reservas. Yo siempre lo imaginaba saliendo de su casa con el cuaderno en mano sin sentir una pizca de vergüenza, al contrario, mostrando orgulloso la foto de la chica que adoraba. A mí entonces siempre me hacía pensar “¿carajo eso es el amor?...” El anillo que llevaba siempre puesto con el nombre de ella inscrito, era una prueba más del intenso amor que le profesaba, al igual que ella. Pero Ickabod pensó que su relación con Romina sería para siempre, forever, hasta la muerte, así lo demostraban sus sentimientos, así se lo había prometido ella... por eso cuando llegó el final, fue muy duro para él. A nosotros nos indignó mucho verlo sufrir, era un gran amigo, un gran amante y no era justo lo que le estaba pasando. Nosotros fuimos testigos de su dolor, lo escuchamos contarnos todo lo sucedido días después de la ruptura, en un tiempo en que la depresión lo hizo desaparecerse de aulas y que en un respiro de razón, le dio tregua para que salga y busque a sus amigos... porque la vida continuaba...porque la vida siempre da vueltas... porque hay que pensar en mañana... a pesar de que para él, ya no tenía mucho sentido.

Leer cuento completo

Ickabod

Aún la amo... Por más que quiera ocultarlo, por más que quiera aparentar que su ausencia no me duele... Repito su nombre preguntándome por qué me dejó… Hoy quiero desahogarme de otra forma que no sea llorando. Ya he llorado lo suficiente. Mis lágrimas sólo refrescan su doloroso recuerdo. Es cierto que tengo la mirada triste. Mis ojos la lloran porque la amé de verdad, imaginé el resto de mis días a su lado, soñamos un futuro maravilloso juntos y hoy la veo pasar de la mano de un idiota mucho mayor que ella.
La idea de viajar me angustia mucho, siento que la voy a extrañar más de lo que la extraño aquí; pero mis viejos lo han decidido así. Mi autobús a Tarapoto sale mañana temprano, mis tías y mis primos me recogerán allá. No he debido dejarme ver deprimido, a mi vieja no le gustó verme así y me ha dicho que haga algo, que salga, que viaje; pero ya me compró el pasaje sin darme tregua alguna.

Romina, te amo, han pasado tres semanas desde que te separaste de mí ¿por qué lo hiciste? ¿En donde quedaron nuestras promesas? Aún recuerdo nuestro primer beso, creo que nunca lo olvidaré. Tú me gustabas desde siempre y yo vivía acobardado, sin pensar en declararte mi amor. En esos días, jamás busqué una oportunidad para decirte lo mucho que te quiero, no me atrevía a declararme como lo hacían los demás chicos con las chicas que les gustaban, pero en cambio entre nosotros ese momento se dio por sí sólo y ambos nunca lo buscamos.

Ella me dijo que también yo le gustaba, pero que no iba a decírmelo. Recuerdo muy bien aquel 7 de Febrero del 2004. Yo llegaba del centro pre. Eran cerca de las 7 y 30 de la noche y pasé por su casa, en el edificio 8. La encontré sentada en el segundo piso con unas amigas. Recuerdo que la salude: hola Romina, cómo estás, tienes algo que hacer, no nada, hay que conversar un rato, ya pues. Y estuvimos allí conversando, los dos solos, en la escalerita de la casa de su amiga, hasta que mi papá me llamó al celular y me dice: “hijo ven rápido porque vamos a salir a comer” y yo le dije “ya papá, pero voy a demorarme un ratito más”, porque yo pensaba demorarme un ratito más, porque estaba ahí solo con ella, entendiéndonos, riéndonos, conociéndonos, enamorándonos, además mi casa estaba cerca de su casa. Pero al rato, vi a mi viejo pasar con su carro y tuve la ligera impresión de que logra verme y que retrocede. Yo me asusté porque en ese tiempo estaba postulando a la Universidad y quedarme en la calle conversando con unas amigas era una de las distracciones que mi viejo me había prohibido. Entonces asustado, le pido a Clara - su amiga de Romina - que me esconda en su casa, ella accede y fue cuando sucedió: Romina se esconde conmigo y me abraza. Fue el abrazo más hermoso que me habían dado en toda mi vida… tal vez el que más extraño... Empezó a tratar de calmarme, “¿qué te pasa?” me preguntaba y me abrazaba, y yo le decía “nada, nada”, entonces la miro a los ojos y le digo sin esperar respuesta: “sabes, me gustas mucho y siento que estoy enamorado de ti”.
Que triste felicidad siento al recordar esto, no le dije para estar, no le pregunté si quería ser mi enamorada, pero ella después de mis palabras, se acercó y me besó por primera vez.

Romina, aún recuerdo cada detalle nuestro, mis días a tu lado fueron apasionados y excitantes, te cuidaba, te mimaba, mi forma de amarte siempre llamó la atención de los demás, pero tuvo que suceder lo inevitable. Aún no se si hice algo malo, si te descuidé, a veces dudo si me amaste de verdad, pero me he convencido de que contigo jamás podría volver a estar, aunque te siga amando, creo que me hiciste mucho daño.

Así comenzamos nuestra relación. Ella tenía el apoyo de toditita mi familia, sabían que era una chica buena, centrada, sencilla, de ideas claras y bastante madura para su edad respecto a la toma de decisiones; pero a mí su familia nunca me aceptó, me detestaban, me aborrecían, solamente sus primas me pasaban, nadie más, debió ser por distintas razones, por eso para mí nuestra relación siempre fue muy dura.
Tal vez, como todo papá y toda mamá, los de Romina, querían lo mejor para ella y en mí no vieron nunca al chico adecuado, (creo que jamás llegué a llenar sus expectativas). Sentían que yo jamás podría darle lo que ella siempre tuvo; porque su familia siempre ha sido más acomodada que la mía. Sentían un desbalance de nivel, así le decían y ella me lo contaba: “hija tú estás acá, y al estar con él, ¡que tal diferencia!”
Pero ella demostraba que me amaba. Lo recuerdo.
Aunque sus papas siempre trataron de ser un obstáculo para nuestro amor, Romina luchó muchas veces con ellos. Cuando estábamos a solas me contaba todo lo que le decían y hoy puedo aceptar y hasta jurar que eso es lo que más me dolía: sus insultos, porque además de soportarlos debía aparentar que no me afectaban. De paso le decían “Icka, también a ellos les molesta que tú seas más chiquito que yo”. (¡cómo regresa a mi mente su voz con las frases más dolorosas!)
Les molestaba que yo sea chiquito, chato y le decían que yo no tenía futuro. Entonces, lo que hacía yo siempre, era ponerme una especie de rótulo fosforescente en la cara que decía “indestructible”, pero por dentro la sangre la tenía hirviendo de pura rabia e impotencia.
Duele que la familia de la flaca con la que quieres quedarte o establecerte, piense lo peor de ti. Además de todas las injurias que dijeron en mi contra, me inventaron malas costumbres, como que era vago, fumón, alcohólico y de paso chiquito, feo y bueno para nada, que nada de bueno tenía, que qué era lo que me veía. Nunca le demostré que eso me dolía como mierda, porque no quería que esté conmigo por lástima, sino porque aún “me amaba”. Lo asimilaba con naturalidad y aguantaba el dolor.

Nos conocimos en la pre y estuvimos como amigos por un tiempo de cinco meses. Ambos salíamos de una relación no tan significativa, porque seis meses no son nada para los 4 años que estuvimos juntos.
Siempre buscábamos un tiempo para estar a solas, así su padres no nos aceptaran. Ellos siempre pensaron que lo nuestro era algo pasajero, pero cuando ya habíamos empezado la relación, conocíamos muy bien cuales eran nuestras debilidades y al cumplir un año más, nos decíamos “pucha esto da para más, hemos pasado lo peor, pero esto da para más. Y yo le decía:
- Si tu papá supiera, si tú le contaras, si te armaras de valor y le dijeras: sabes que papá, él me quiere mucho y yo también lo quiero mucho, él me ayuda en mis trabajos, él es muy cariñoso conmigo, me trata muy bien, así tengas miedo de que te peguen o te golpeen, quizás las cosas serían diferentes.
- Pero Icka no puedo hacer nada porque me pueden gritar – me respondía ella temerosa – Tú lo sabes muy bien. - Pero nunca la obligué, nunca le dije sabes qué, tienes que decírselos porque si no…yo sólo le decía:
- Es mi opinión creo que si tú les dijeras, creo que si que tú fueras más sincera: sabes que mamá así me pegues, él me ama y me ayuda en la universidad, me ayuda en mis tareas, este trabajo que tú tienes acá mamá, él me ha ayudado – Pero nunca se atrevió. Nunca utilizó los argumentos que yo le sugería. Al parecer las frases despectivas que sus viejos utilizaban para referirse a mí también la marcaron.

Pero bueno, cada salida nuestra era una aventura, era estar mirando a todos lados, (incomodaba pero en cierta forma excitaba) y era triste porque a veces: “Icka, tengo que llegar a tal hora, no hay que ir por aquí porque me pueden ver” pero pucha, era lindo, porque salíamos y teníamos que estar así, alertas disfrutando de cada momento que podíamos estar juntos.

Cuando ella estaba postulando por la pre y yo ya había ingresado, me iba a buscarla todas las tardes para estar con ella aunque sea por unos cuantos minutos. Tenía un amigo que estudiaba en la pre por las mañanas y me iba a verlo toda las tardes a su casa para que me preste su carnet. Entraba, silbaba como pajarito para que ella sepa que yo ya había llegado y esperaba el receso metido en la biblioteca para poder verla luego por un tiempo que me parecía cortísimo. Más tarde, a la salida en las noches, nos despedíamos dentro de un aula porque sabíamos que su viejo ya estaba abajo esperándola. Algunas saliditas sí, algunas saliditas no.
En esa época de la pre que duró desde abril hasta junio, cuando ya teníamos tres meses de enamorados pasó el primer problema con su vieja y su viejo. Dos días antes del día de la madre, Clara nos dijo para ir a comprar algún regalo. Fuimos y nos demoramos mucho. Cuando llegamos y bajamos del colectivo, vimos a su mamá que estaba esperándola parada en la esquina de la calle desde quien sabe qué hora. Se acercó con la cara muy seria directamente hacia mí y plum me estampó una tremenda cachetada. Fue la primera de muchas. ¡Carajo deja en paz a mi hija...! ¡mocoso de mierda…! Al día siguiente su papá se fue a buscar a mi viejo. No sé qué le habrá dicho porque yo no estuve, pero estoy seguro de que se comportó de manera insolente, porque cuando llegué a mi casa, mi viejo no me reclamó ni me regañó y sólo me dijo “hijo por favor no quiero tener problemas, ten cuidado con esa chica” En cambio a Romina, su viejo la castigó. Yo lo odiaba, lo aborrecía. No entendía cómo podía reclamarle a Romina siendo la cagada que era. Tenía otra mujer y creo que con las dos vivía porque siempre lo veía llegar a casa de Romina. Pero creo que nunca debí juzgarlo. Ella salió igual a él.

Precisamente con él tuve el primer problema en el día del padre. Fui a recoger a Romina a la casa comunal, donde tenía un seminario de medicina. Primero nos percatamos: “amor hay que fijarnos...” y como vimos que su viejo no estaba, salimos muy tranquilamente de la mano.
Pero él había ido a verla en taxi y cuando nos dimos cuenta, era demasiado tarde, estaba atrás nuestro. Pensamos que no había llegado porque por ningún lado vimos su camioneta. No teníamos ni dos minutos caminando por la calle y ¡Romina!. Ella al verlo se asustó mucho y me pidió desesperadamente que corriera. Sin embargo mi reacción fue quedarme parado, no quería que me tomen como un cobarde. “Icka, mi papá es capaz de golpearte, ¡corre!” “No pero flaca...” “¡Corre carajo!” me decía ella asustada viendo que él se acercaba. “Concha tu madre te voy a sacar la mierda” me amenazaba él aproximándose. “Toma un taxi, toma un taxi, corre, corre por favor” “pero flaca...” y me corrí. Abandoné el lugar ante la mirada de todos los curiosos. Huí como si fuera un delincuente que acababa de ser descubierto y no era más que un templado que quería disfrutar de cada segundo al lado de su amada.
Para mí ese fue un momento clave, porque ella demostró que también apostaba por la relación, porque cualquier otra chica, de tanto problema: “sabes qué chau, mejor termino contigo” pero ella también opinaba lo mismo de mí, ella también sentía lo mismo que yo.

- Sabes que Icka, yo te quiero mucho, porque a pesar de que mis papás te detestan, por que a pesar de que sabes que nos vemos poquito, que no podemos salir juntos, que no podemos ir a fiestas, que no podemos salir al parque, al cine, ni nada, tú estás ahí conmigo, sigues conmigo.
- Si pues flaca, algo bueno nos debe esperar, si ahora nos estamos privando de muchas cosas, es porque después nos esperan muchas cosas bonitas para vivirlas juntos – decía siempre yo optimista intentando animar las cosas y ella lo valoraba.
- ¿Si no? – me decía esbozando una sonrisa optimista y enredándome en sus brazos.
- Seguro tu mamá de aquí a algunos años nos va a aceptar y la vamos a pasar recontra bien – pero pasaron cuatro años y nada.

Después tuvimos algo de libertad. La conclusión a la que yo llegué era que su viejo pensaba que yo la inquietaba, pero luego, al darse cuenta de que también ella me buscaba, supo que ya no tenía derecho de reclamarle a mi viejo por algo que su hija también estaba cometiendo. Nos encontró un par de veces más por las que yo siempre tenía que irme corriendo y dejar que ella afronte con todo. Le pegaban, le sacaban su mierda. Yo lo sabía porque cuando nos reencontrábamos le veía las piernas todas marcadas y de sólo imaginar la forma como la golpeaban, me sentía muy mal. Inmediatamente llegaban a mi mente escenas terribles donde ella le rogaba a su viejo que no la golpee, pero él, la flagelaba a correazos con la mirada llena de odio y ella aguantaba por mí y me sentía terriblemente culpable. Le pedía disculpas con ganas de llorar.
Un día que también le pegaron por mi culpa fue en la navidad del 2006. Yo me había ido a verla el 24 de diciembre por la tarde y quedamos en vernos después de noche buena. Se había ido a la casa de su abuelito y yo tenía que esperarla en la tienda de la esquina hasta que salga a comprar. La veía tan sólo por dos minutos y en esos dos minutos yo estaba contentísimo. Así pasábamos nuestras navidades, pero esa fue una de las más tristes. Cuando salió y la vi aparecerse en minifalda, la note muy rara, cabizbaja. Cuando se acercó no pude aguantar el dolor. Tenía las piernas negras, moradas de los golpes que le había dado su viejo. Yo no entendía cómo él podía ser tan cruel hasta en víspera de navidad, en una época donde se supone que todo es paz y entendimiento. Me preguntaba cual era la forma en que a él lo habían críado en Chongoyape, su tierra.
Llorando me enseñó sus piernas marcadas.
- Mira amor mi espalda.
- Puchamare flaca no puede ser. Disculpa por todo – le decía yo, también llorando.
- Icka yo te quiero pues – me decía abrazándome.
- Perdóname, en serio, no te mereces esto flaca, es mi culpa – le rogaba yo sin saber qué hacer para remediar todo.
- No Icka. Es que mi papá tampoco no entiende, no es tu culpa, más bien es culpa de él, si tan sólo te conociera – me decía ella conteniendo la rabia y el dolor.

A mí esas cosas me marcaron, eran demostraciones de amor, de que creía en la relación, pero...
Otro momento lindo que no olvido nunca fue nuestra primera vez. Teníamos siete meses de estar juntos. Ella era virgen y yo casto. Siempre conversábamos, decíamos “sería lindo llegar virgen al matrimonio”. “sí pues”. Yo lo recuerdo como algo bonito, todo fue curioso, comenzó creo que cómo cualquier pareja con coqueteos, con caricias. Lo malo es que no preparamos nada romántico, sin pétalos de rosa, ni champagne, ni cena. Era nuestra ilusión pero no se podía. Precisamente, antes de terminar, hace tres meses, en Enero, ella me dijo: “Ay Icka quiero viajar a Piura de nuevo”. Y es que siempre que viajábamos a esos congresos, aprovechábamos al máximo para amarnos, nos preparábamos para hacer el amor y era mucho más lindo. Lo hacíamos en hoteles, tranquilos, con más privacidad, sin el miedo que sentíamos en mi casa pensando que iba a llegar alguien y nos iba a encontrar. Comprábamos rosas, vino, velas y algo de comer y preparábamos nuestra propia cena romántica. Luego nos duchábamos juntos y ella me decía: “Icka, yo quisiera casarme contigo”. Pero yo siempre trataba de poner los pies sobre la tierra, le decía “flaca, puede pasar cualquier cosa, te puede gustar otra persona, a mí me puede gustar otra” Y ella me respondía irascible “!No! Te puede pasar a ti, pero a mí no porque yo estoy segura de mis sentimientos”.
Qué equivocado estaba. Ahora entiendo el por qué de mis dudas.

Éramos de mundos totalmente distintos, su papá la sobreprotegía, sus amigos la querían demasiado y yo le daba esa seguridad de quererla tanto. Su mundo era su casa y sus amigas de la Universidad que tenían la misma mentalidad de ella: chibolas… y chocar con esa realidad misma de que “ya estás trabajando, te sientes libre vez, ahora ya puedes salir sin pedirle permiso a tu mamá, porque ganas tu plata si quiera” Y claro, le aumento su ego, porque una semana antes de que terminemos le dije:
- Flaca aunque sea para nuestro mes trata de salir más temprano - porque ya había empezado a salir tarde, y me parecía extraño, siempre salía 8 y 30 y de un momento a otro empezó a salir a las 10 y 30.
- Aishh pero Icka, tengo que trabajar, siquiera trabajo y no ando de vaga como tú y tu amigo Aarón – me dijo mirándome con cólera.

Pero yo la conocía lo suficiente. Cuando estaba cansada y estresada siempre decía cosas que a mí me dolían, que la tensión le hacía decir, pero cuando en esta ocasión me dijo “disculpa, digo cosas sin pensarlo” yo ya sabía que eso era una estupidez camuflada y que el verdadero motivo de su enfado estaba en otra parte con nombre, barba y cinismo propio, pero nunca me lo imaginé o nunca lo quise creer. Cuando uno dice algo es porque previamente lo piensa y con el impulso del momento – sea tensión, alegría o tristeza – dice siempre la verdad. Le conté a mis amigos, a Aarón y él me dijo “De aquí en una semana termina contigo Ickabod” y dicho y hecho, me largó sin mayores justificaciones que las de su trabajo.

El cambio fue repentino, yo no lo había notado, será porque ella sabe fingir. De la relación, lo que aprendió de mí y en este momento lo lamento, es a mentir.
Yo le enseñé a decir mentiras para que podamos estar juntos, para que su mamá pueda darle permiso de salir y le crea y confíe de que de verdad se estaba yendo al lugar que Romina le especificaba y no detrás del enano ese que era yo. “Di esto, di lo otro, pero no pongas esta cara, ponte así” le enseñaba yo, porque a ella, cualquier cosa que le pasaba, al toque se le adivinaba. Y Romina me decía temerosa “pero mi mamá…” y yo le insistía “no, no, no, tú nomás dile así, ten confianza” y le enseñé a mentir. Y ahora, por haberle enseñarle a valerse de engaños para lograr lo que quiere, me falló.
Sé que de mí aprendió muchas cosas. Cosas buenas como también cosas malas. Y lo que ahora me apena bastante, es que cuando aún estábamos juntos y ya había pasado medio mes desde que su abuelita había fallecido, yo la iba a recoger a su trabajo en el canal y aún le decía:
- Sabes que flaca, nos vamos para tu casa, no hay que salir ni hacer nada.
- ¿Por que Ickabod, si podemos salir aunque sea media horita para comer algo? - me replicaba ella.
- Ya. Podemos hacerlo, pero vamos en taxi a tu casa porque mínimo tienes que estar allí a las 9 para que apoyes a tu mamá bastante. Tu abuelita ha fallecido y tienes que estar con tu mamá para apoyarla de todas maneras. Tú sabes que tu mamá vive sola – le decía yo.
- Pero mi mamá no está mal – me contradecía ella.
- Sí, pero de todas maneras, tú sabes que tu mamá vive sola y es nerviosa – insistía yo.
- Ya amor, tienes razón – aceptaba al fin ella para que ahora se aparezca por su casa a las once, doce de la noche.

Yo me preocupaba mucho por su mamá, a pesar de que ella me odiaba. “Cuida mucho a tu mamá, ella debe ser todo para ti, porque si algo le pasa, tu papá no te va cuidar” le decía yo, que conocía la doble vida del señor.
A veces cuando Romina llegaba a verme triste por algo que su mamá le había hecho, yo no la defendía y más bien la contradecía:
- “pero flaca tu mamá tiene razón”.
- “Ay tú siempre te pones de parte de mi mamá” me contestaba ella.
- “Pero flaca es que cómo vas a hacer eso…” le insistía yo.
Ahora en cambio, lo que me duele es que por Armando llega a su casa a la medianoche dizque del trabajo. Se dejó ilusionar por él. Ya no está trabajando y ya no asiste a la Universidad, porque nadie la ve por allá. Se está yendo a la perdición, la votaron del canal y ahora ¿de qué está?, de acompañante de su enamorado, o sea, yo me digo: “si el pata la quiere de verdad y es una persona madura, debe ser más responsable”. Llega a su casa normal, de lo más fresca, pero anda detrás de él y le miente a su mamá de que asiste a la Universidad. Yo en parte, también tengo la culpa, la culpa de lo que me está pasando y de lo que le está pasando a ella, porque tarde o temprano ella se dará cuenta de su error. Aún así, de todos modos, no sé cómo el martes pude decirle todas esas palabras, creo que de tanto sufrimiento, de tanto dolor, me puse duro y rechacé sus disculpas. Ella quiso hablar conmigo, me buscó y no la evité.

- Flaca, ¿que pasa? ¿estás bien? – le pregunté haciéndome el desconcertado.
- Icka… - me dijo mirándome tristemente a los ojos y al no encontrar palabras para decirme lo que le dolía, agachó su cabeza y se puso a llorar en mis brazos – Icka, perdóname por todo – me dijo al fin.
- No tengo nada que perdonarte Romi – le dije - porque si no te pasaba a ti, quizás me pasaba a mí. Ya la relación terminó y no terminó como tú dijiste por falta de amor.. - le mentí sin ganas de juzgar a Armando, su enamorado, porque yo pensaba que si no hubiese sido él, hubiese sido otra la persona que me la hubiese quitado de mi vida.
- No es eso – me interrumpió – yo ahora reconozco que he estado confundida, me dejé maravillar por él, por su mundo, por todo lo que él había logrado, sentía en él un futuro a seguir, pero me equivoqué, perdóname Icka, quiero volver contigo, reconozco mi error. – me dijo sollozando y con lágrimas resbalándose por sus mejillas… por esas mejillas por las que yo tanto suspiré.
- Romina yo ya estoy haciendo mi vida y quiero que te enteres de lo que me está pasando por mi propia boca y no que te enteres por otras personas como me ha pasado a mí. He conocido a personas interesantes, precisamente este sábado he conocido a una chica muy buena que está pasando por lo mismo que yo. Pero como estamos pasando por lo mismo, le he puesto el pare. Yo no quiero hacer lo que hizo Armando contigo, ni quiero hacer el papel de Armando con ella. Nos hemos separado para que ella olvide a su enamorado y yo me olvide de ti, por nuestra propia cuenta. No quiero influir en su decisión, porque si te das cuenta Armando está haciendo mal allí contigo.
- Sí pues – me dijo bajando la mirada.
- Porque lógicamente, él siempre quiso contigo, pero cuando uno está templado y quiere primero ganarse la amistad de esa persona, yo en ese caso, lo que hubiese hecho en vez de Armando es darte tu tiempo para que te desenamores de mí por tu propia cuenta y no estar ahí de jodido; pero él estuvo ahí, ahí, y al fin y al cabo influyó en tu decisión – le dije razonando como un chibolo despechado enmascarado de hombre maduro.
- Sí, perdóname, él no es tan cariñoso como tú – me dijo atenuando el timbre de su voz, casi suplicándome.
- Pero flaca es por la misma edad pues, te lleva catorce años, esperabas que te trate así como lo hacía yo, con cariño, no es lo mismo – le respondí indignado – Yo te quiero por todos los momentos lindos que pasamos, pero si tú quieres volver conmigo no te la voy a dejar tan fácil Romina, si de verdad estás arrepentida y me amas vas a tener que lucharla – le dije.
- Está bien, lo haré Icka. Lo haré porque sé que eres una gran persona – me dijo.

Sin embargo, dos horas más tarde entré al messenger y me enteré de que había vuelto con él… Quizás habían discutido y pensó en mí, pensó en el ex que aún sufre esperando por su amor, quizás pensó que yo podría estar a su disposición las veces que ella quisiera para vengarse de su enamorado. Y quizás al no encontrar respuesta en mí, al ver que me negué, al ver que (en apariencia) no era el mismo idiota de antes, decidió irse con él, que con toda su pendejada, logró recuperarla y yo con toda mi idiotez, con todo mi dolor, la perdí…de nuevo… pero para siempre.

Ya es de madrugada, en cinco hora estaré viajando...Qué increíble.... ¡Qué calma siento!... Parece como si hubiese vomitado toda mi pena acumulada...
Después de haber escrito todo esto, tengo ganas de dormir tranquilo...incluso feliz...con una sonrisa...

sábado, 29 de agosto de 2009

La chica de ojos grandes

“Hoy día empiezo. Haré lo que me dijo Miguel, no estaré callado o serio, demostraré alegría y entusiasmo por el curso y estaré con la idea de hacer amigos rápidamente” me iba pensando en el combi. "¡Instituto bajo!" le dije al cobrador.
Ahí estaba yo, de pie frente a mí nuevo centro de estudios, donde iba a aprender Computación e Informática por el transcurso de tres años. “De este lugar saldré de noche, espero que pueda adecuarme, mi destino me ha llevado a este horario nocturno y tendré que acostumbrarme” me dije.
Avancé y en la entrada, el portero me detuvo, le mostré mi carnet y le pregunté en donde quedaban las aulas de Informática. Él me indicó con una voz ronca y ayudándose con señas, que debía ir al fondo a la izquierda. "Gracias" le dije tímidamente y como me guió, seguí.
Llegué hasta un edificio. Yo ya sabía de antemano que las aulas de informática quedaban en el tercer piso, entonces entré y subí corriendo como si me persiguiera el miedo. Cuando cruzaba las escaleras del segundo piso, escuché que de la puerta del baño salía alguien, alcancé a ver que era una chica uniformada, como las que había visto en la puerta de ingreso, pero no le tomé importancia y seguí subiendo. Sin embargo, mientras avanzaba, escuché que ella cerró la puerta de golpe y al instante pegó un grito de dolor. Me detuve y volteé a mirarla. Resultó que se había chancado los dedos. “Qué estúpida” me dije. Entonces ella dirigió su mirada hacia mí y me hizo llevarme una agradable sorpresa; nos miramos los dos fijamente como reconociéndonos, y pues "sí, yo conozco a esa chica, Ericka, somos amigos" me dije. Yo quise hablarle y le sonreí, pero ella bajó su mirada muy rápido , sosteniendo su mano, un poco avergonzada.
En ese momento sentí como si la hubiese perdido. La había conocido hace poco en el gimnasio de Marcos y me gustó desde el primer momento que la vi. Su cabello era castaño oscuro, sus ojos grandes, muy grandes, demasiado grandes, como para mirarme mejor, capaces de enamorar a cualquiera con una mirada suya. Me hubiese gustado aprovechar la oportunidad para hacernos más amigos conversando un rato, aprovechar el tiempo que tenía antes de que empezaran mis clases, "además ella se había ido al baño porque seguramente había pedido permiso, pero está claro que quiso esquivarme. Bueno si estudias aquí, habrá un día en que nos choquemos de nuevo” me dije y seguí subiendo.
Tenía que ir primero a buscar a la secretaria en el tercer piso, mostrarle mis papeles para que ella me indicara cual iba a ser mi salón, así como me lo explicó mi prima. Claro que lo que no me dijo, es que la secretaria era una mujer riquísima y que debía evitar tartmudear. Tenía ahora que esperar cambio de turno, había llegado demasiado temprano; salí de la oficina de la secretaria riquísima y me puse a esperar, apoyado en el pasamano de la escalera, frente a la puerta del baño de hombres y con la única distracción de un periódico mural, lleno de trabajos por computadora, con título de “Diseño Gráfico”. Luego - después de unos 10 minutos - escuché que alguien subía por el primer piso, incliné el cuerpo y busqué quien era. De repente me entró un pequeño miedo al cuerpo que me hizo estremecerme, era Ericka subiendo de prisa con el cabello suelto moviéndose con inquietante dulzura. "¿Se soltó el pelo, no será que se chancó los dedos por mi culpa?" pensé. Yo como si no la hubiese visto, entré al callejón de las aulas y me arrinconé a un lado de la puerta de mi salón, frente a la oficina de la secretaria y empecé a pensar. “Viene por mí, acá en el tercer piso sólo está el baño de hombres y ella nada tiene que hacer aquí. De seguro allá abajo, hace un momento, esquivó mi mirada porque se arrochó de que me diera cuenta de su chancada o tal vez no se sentía a gusto de que la vea con ese uniforme, pero se ve muy linda, demasiado curiosa y atractiva, como para que deje de gustarme”.
Me apoyé de espaldas a la pared, cruzando los pies y los brazos, esperando con la cabeza gacha, adecuando una postura pensativa y seria, hasta que pasó por mi lado rápidamente. Pude ver que me miró de reojo, pero no se detuvo, siguió de frente y volteó el callejón directo a la segunda aula. El instituo era un laberinto.
Me quedé intrigado, “¿A dónde va?, si ahí no hay nada, sólo un aula más de computación, ella está uniformada y a los de computación no les exigen uniforme, sólo a los que estudian una carrera técnica, ella cuando se chancó los dedos hace rato abajo, salió corriendo del edificio y seguro que directo a su salón, que debe estar cerca de acá, estoy seguro, porque ahora ha subido con una mochila” me dije.
Luego de un rato, Ericka pasó de nuevo por mi lado y me vio pensando con la mano en la quijada. Bajé mi brazo e incliné mi cuerpo como dejándola pasar, ignorándonos los dos, pero en el fondo, muriéndonos por conversar.
“¡Va!”, me dije. Salí tras ella desconcertado, presuroso, decidido a platicarle, pero me vi rodeado de miradas de alumnos que habían llenado en un santiamén casi todo el tercer piso, esperando el comienzo de la primera clase, así como yo. También habían alumnos que acababan de salir de sus aulas; así que entreverado entre tanta gente y preocupado por el inicio de mis clases me vi obligado a darme media vuelta y a dirigirme a mi salón.
Sin embargo, me hice el loco y esquivando chicas y chicos fresquitos y bien olorosos, me dirigí al baño. Recordé que estaba en una institución privada y que debía dejar de acostumbrarme a encontrar baños cochinos. Me mojé el cabello y me acomodé el peinado frente al espejo pensando en Ericka “ha subido por mí, no debí esconderme en el callejón, debí recibirla con una sonrisa y preguntarle ¿te acuerdas de mí?, pero no, como siempre cada vez que encuentro a una mujer que parece se interesa por mí, me vuelvo un estúpido. Si aún está afuera, le hablo. Me acercaré y me dejaré de mariconadas y de dármela de importante”.
Conté los barritos de mi frente, conchasumadrié, abrí la puerta del baño, me dije “ahora o nunca” y salí. Afuera todo era un desierto. Me rasqué la cabeza y me dirigí hacia mi aula. El miedo de que mi profesor haya empezado la clase y de que me bauticen como el más tardón se apoderó de mí. Me apuré y al cruzar el callejón me llevé una ingrata sorpresa. Ericka caminaba muy contenta del brazo de un webón muchísimo más piedrón que yo (menos feo y con un poco más de cuerpo). Pasé por su lado y una repentina tensión le cambió el semblante, me miró a los ojos tímidamente, dejó notar una pequeña sonrisa y se fue con él, dejándome dos interrogantes “¿Qué tiempo llevará subiendo y bajando, esperando la salida de su enamorado?¿Sólo estuve pensando webadas?"...

sábado, 8 de agosto de 2009

Yaco


Ya no demora en venir a pegarme... como que está demorando mucho... llevo un buen rato escondido debajo de esta banca… Hace años yo fui feliz, ahora mi vida está confinada a estas cuatro paredes. Desde que Ferna se fue, mi existencia se convirtió en un suplicio, ahora estoy al cuidado de sus padres, ellos me alimentan y cuando pueden me bañan. Mi única obligación en esta casa es cuidar que ningún extraño se acerque a ella. Ya ni sé por qué, pero creo que esa es la única diversión que me queda. Se acabaron las salidas al parque, los paseos a la playa y las visitas. Ahora sobrevivo asustando a la gente. Me da mucha risa ver la cara de pánico que ponen cada vez que me ven cuando pasan por aquí. ¿Tan feo seré? Yo sólo me paro en la puerta y les grito ¡largo!, ¡largo!, ¡largo! y ellos hasta saltan del susto que les doy. Después me río solito recordando las caras que pusieron. Pero yo sinceramente ya no sé que hacerme... a veces preferiría morirme. Me deprime mucho soportar sus golpes. Al comienzo, ella me pegaba porque encontraba mi caca en el piso, renegaba porque tenía que limpiarlo y me agarraba a palazos. Antes Ferna me abría la puerta y me dejaba salir a la calle. Él conocía la hora en que me daban ganas, era un buen amigo. Dicen que se fue a un lugar llamado Olmos a trabajar, lo cierto es que desde ese día mi vida se volvió amarga y triste... Como no había nadie que me abra la puerta después que él se fue, debía aguantarme y esperar a que alguien saliera, pero apenas me veían afuera me gritaban que pase. Hoy ya me resigné a los golpes. No los entiendo, son un par de idiotas. Con ella aprendí que debía hacer mi caca en otro lado y bueno, no me quedó otro lugar que el jardín, se alegró mucho, como nunca lo hace, e incluso me hizo algunos cariñitos, sin embargo ahora me arrepiento y preferiría que siga siendo ella la enojona, la decepcionada de mí, sus golpes son menos dolorosos. Y es que él, cada vez que sale al jardín por las tardes, caminando dando pasitos que dan pena y se pone a regar y a arreglar sus plantas, termina enfureciéndose conmigo. ¿Quisiera saber cómo hacer que me entienda?. Todo es que encuentra un mojón mío al lado de sus plantas y cambia tanto que parece alma que se la lleva el diablo, se enfurece demasiado y con lo que encuentra me golpea, luego limpia mi caca insultándome, gritándome y renegando tan feo que me hace temblar del miedo que me da. “Con tanto esmero que cuido mi jardín para que tú vengas a joderlo eh! aprende!, aprende!" me dice y plumm, me cae una lluvia de golpes que debo soportar... ¿Es que acaso no pueden entender que lo único que quiero es que me abran esta maldita puerta, acaso creen que me voy a escapar, acaso alguna vez he hecho algo estúpido?... Creo que mi vida ya no tiene sentido y aún me faltan tres años para morirme, ellos me hacen pensar de esta manera, ahora ya ni siquiera puedo orinar sin miedo a que me hagan algo, al comienzo cuando escogía la pared para hacerlo, ella venía y me daba unos jalones de oreja tan fuertes, que parecía que me las iba a arrancar, despotricaba improperios contra mí maldiciendo el día en que vine a esta casa, renegando del olor que producía mi orín y maldiciéndome por las manchas que dejaba en la pared; fue entonces cuando escogí equivocadamente mear en los maceteros. Ese fue quizás el peor error de mi vida, suponer que orinar ahí era ahorrarle el trabajo a él, que siempre sale en las tardes con su jarrita; pero cuando descubrió que sus plantas estaban mojadas con mi pichi y me vio allí a su lado muy alegre, esperándolo a que me felicite, me quedó mirando con una sonrisa falsa, simuló el muy ladino querer darme una caricia acercándome su mano muy suavemente y de pronto, en menos de una milésima de segundo, lo veo trasnformado en un embrutecido energúmeno que me zambulle de cabeza en el balde de agua, ahogándome de pura rabia y dejándome casi al borde de la muerte. ¡Maldito curtido, cuando vas a aprender a respetar mis plantas! me dijo agobiándome con sus insultos. Cuando al fin me soltó, yo di un brinco del susto y me fui a esconderme debajo de esta banca... Extraño a Ferna, debería morirme, pero tengo tanta vida que no estoy seguro si de verdad aún me faltan tres años para que me entierren... los días que más sufro son cuando llega hasta aquí el olor de una hembra, me desesperó por ir tras ese delicioso aroma que me llama y me llama mañana, tarde y noche, pero me es imposible salir de aquí y agonizo de impotencia al no poder quitarme estas ganas… lo que más cólera me da, es verles las caras a estos idiotas cuando creen que son buenos conmigo y me traen agua solamente porque me ven todo el día con la lengua afuera. “Calma tu sed Yaquito” me dicen dándome una palmada en la nuca, sin imaginar que mi única sed es de libertad... ¿No habrá nadie por aquí que quiera darme bocado?, a veces le hablo al joven de al lado, ese que todas las noches se sienta afuera con una de esas cosas que lleva consigo la señorita Greyci cada vez que se va a ese lugar llamado colegio, pero él sólo me mira y me mira y yo a veces veo en sus ojos un viso de esperanza, de que me ha escuchado, de que me va a ayudar, de que me abrirá estas puertas de desconsuelo, pero nunca lo hace, nunca sucede un milagro, siempre se queda ahí, en su lugar, callado y no hace nada, no dice nada, sólo observa y calla como diciendo pobre perro, la vida que le ha tocado, como si yo quisiera que me compadezcan, como si yo quisiera más pena de la que siento por mí mismo... acaban de abrir la puerta, debe de ser él, ahora mismo me pegará, ahora mismo se dará cuenta de que le he cagado y meado sus plantas y me pegará, si quiere hacerlo tendrá que sacarme de aquí, se sorprenderá de verme debajo de esta banca, tengo tanto miedo que creo que me voy a orinar, nonono...