Después de haber permanecido varias horas de interminables días frente a un libro abierto, leyéndolo acompañado de un lápiz para subrayar arrobadamente casi todo sus párrafos y rayarlo con pequeños resúmenes que sólo yo entiendo; y cuando ya estoy en el último capítulo y veo que me faltan apenas unas cuantas hojas para terminarlo y descubrir con que desenlace esperado o inesperado se le dio punto final, siento como si se estuviera inmolando por mí. Va consumando en cada una de sus palabras leídas y releídas instantáneamente por mis ojos extasiados, una razón significativa para finalmente cerrarlo y guardarlo con las pruebas explícitas de haber pasado por mis manos: las marcas inhumanas de lápiz; o todavía dejarlo abierto en mi rincón favorito para continuar dándole un uso caprichoso y tal vez insensato: transcribir en pequeñas fichas de cualquier papel reciclado por ahí, todos aquellos párrafos en donde una idea maravillosamente concebida mediante un estilo influyente y subyugante me cautivó y embelesó.
He adquirido tan mala costumbre o quizás mi admiración es tan irreversible que he llegado a pensar que algo bueno o algo malo pueda estar auto-generándome, permanecer con una novela más de un mes leyéndola y tratar de justificar esta manía casi compulsiva de leer dos veces un mismo párrafo para poder subrayarlo matando el miedo de estar perdiéndome de algo bueno, llamándolo relectura, es en definitiva - y comprendo el notorio rechazo de mis amigos - un mal que de acuerdo al diagnóstico histriónico de uno de ellos: que al querer disfrutar de cada párrafo, de cada oración, de cada palabra lo mío pueda ser un incurable fetichismo literario e intelectual.
Recordar que el tiempo obligatoriamente malgastado en actividades realizadas de mala gana - que en su mayoría llevan una carga de trivialidad y modorra - puedo resarcirlo a modo de desagravio más tarde cuando por fin consigo reunirme a solas, física y espiritualmente, con una obra literaria que me teletransporta de este mundo aburrido, monótono y mal hecho a un mundo sublevado e idealizado, es una alegría que además de dibujarme una sonrisa espontánea en el rostro - de esas que denotan el solitario recuerdo de una travesura - me alienta a continuar sin desanimarme de la concupiscencia que a mi alrededor borbotea, me da el antídoto para que los somníferos mediáticos no hagan efecto en mí y me recuerda de la manera más admirable y apabullante posible que el sueño que me tracé un día y del que poco a poco percibo visos en mí, es la verdadera razón de mi existir, me convence que no hay motor más fuerte que mis propias ganar de hacerlo y que no hay combustible más potente que el de mi insoslayable vocación.
Buen o mal lector, desde el día que empecé a serlo ya celaba - ¡y de qué manera! - los encantamientos que servirían para el sueño que un día iba a tener. Creo que algo así como una parte futurista de mi ser, llegaba a parapetar mis propias e intrínsecas ilusiones, haciéndome arrancar sin compasión los dibujos de los libros que mi padre - con una voluntad de la que hoy tengo acertadas mis sospechas - adquiría para atiborrar su biblioteca y a la vez su pasión por la literatura. Todas los libros que con tanto empeño y talvez con algo de vocación literaria fueron adquiridos por mi padre y que coparon nuestra hoy convaleciente biblioteca familiar, nos sirvieron para poder sobrevivir en tiempos de austeridad, los cuales llegaron al mismo tiempo que llegó su alevosa e inmortal partida. Dos, de los tantos olvidados libros que mi madre y mi hermana vendieron para poder llevar a la mesa algo de comer mientras encontraban algún trabajo que nos permitiera cambiar el menú diario de arroz con plátano frito, se salvaron gracias a mi premonitoria travesura de cortar las figuras de muchas de sus páginas, así nadie los quiso comprar. Esos dos libros fueron más que suficientes para descubrir mi vocación, las lecturas que hice de ellos me sirvieron para descubrir un gusto, una adicción que hoy me da el placer de saber que algún día seré como ellos, el día que por fin me sienta listo para escribir un cuento igual de bueno como aquellos que encontré en Antología Peruana, compendio de cuentos peruanos de diversos autores y también como aquellos que descubrí en un libro al que siento le debo mucho: Los Jefes, Los Cachorros de Mario Vargas Llosa.
Creo que ese día ya está muy cerca, y así como cuando busqué maravillado las páginas de aquellos cuentos incompletos para poder terminarlos, de igual manera busco ahora como terminar mis propios cuentos y en Mario Vargas Llosa tengo al maestro que con orgullo llevo presente y de quien practico sus preceptos: No trato de imitar su manera de escribir, como él mismo nos aconseja con respecto a quienes nos han enseñado a amar la literatura, sino busco alcanzar la dedicación, disciplina y constancia que él tiene, he hecho mías sus convicciones. Se dice que nosotros debemos ser parricidas con los escritores que admiramos, pero creo que yo ya he leído más de 4 veces “Día Domingo”, he comprado libros de William Faulkner y de Gustavo Flaubert, cuando aún no termino de despertar de ese sueño hipnotizador llamado “La Guerra del fin del mundo” y no termino de prepararme para el día que tenga que leer de corrido y ¡sin subrayar! “La Casa Verde”. Me imagino al maestro, escribiendo como lo hacía y lo hace, imponiéndose ocho horas de trabajo pero al modo de un obrero, renunciando a diversiones, preocupándose por nuestro tiempo. Pocas veces me ha pasado que echado en mi cama apunto de quedarme dormido, empiezo a escribir en mi mente todo aquello que pienso, aporreando un teclado imaginario, y estoy seguro que a él y a muchos de sus coetáneos les sucedía lo mismo cuando le dedicaban las horas que su convicción y su amor por la literatura les dictaba, pero a diferencia mía todos los días. Tengo la esperanza de que pueda hacer lo mismo cuando me dedique sólo a escribir, falta poco para hacerlo, y de todas maneras lo haré así nadie me comprenda, cuatro años en la Universidad no van haber sido en vano, al fin y al cabo ingresé a estudiar periodismo también por él, también por ellos, sus biografías me lo dijeron.
He adquirido tan mala costumbre o quizás mi admiración es tan irreversible que he llegado a pensar que algo bueno o algo malo pueda estar auto-generándome, permanecer con una novela más de un mes leyéndola y tratar de justificar esta manía casi compulsiva de leer dos veces un mismo párrafo para poder subrayarlo matando el miedo de estar perdiéndome de algo bueno, llamándolo relectura, es en definitiva - y comprendo el notorio rechazo de mis amigos - un mal que de acuerdo al diagnóstico histriónico de uno de ellos: que al querer disfrutar de cada párrafo, de cada oración, de cada palabra lo mío pueda ser un incurable fetichismo literario e intelectual.
Recordar que el tiempo obligatoriamente malgastado en actividades realizadas de mala gana - que en su mayoría llevan una carga de trivialidad y modorra - puedo resarcirlo a modo de desagravio más tarde cuando por fin consigo reunirme a solas, física y espiritualmente, con una obra literaria que me teletransporta de este mundo aburrido, monótono y mal hecho a un mundo sublevado e idealizado, es una alegría que además de dibujarme una sonrisa espontánea en el rostro - de esas que denotan el solitario recuerdo de una travesura - me alienta a continuar sin desanimarme de la concupiscencia que a mi alrededor borbotea, me da el antídoto para que los somníferos mediáticos no hagan efecto en mí y me recuerda de la manera más admirable y apabullante posible que el sueño que me tracé un día y del que poco a poco percibo visos en mí, es la verdadera razón de mi existir, me convence que no hay motor más fuerte que mis propias ganar de hacerlo y que no hay combustible más potente que el de mi insoslayable vocación.
Buen o mal lector, desde el día que empecé a serlo ya celaba - ¡y de qué manera! - los encantamientos que servirían para el sueño que un día iba a tener. Creo que algo así como una parte futurista de mi ser, llegaba a parapetar mis propias e intrínsecas ilusiones, haciéndome arrancar sin compasión los dibujos de los libros que mi padre - con una voluntad de la que hoy tengo acertadas mis sospechas - adquiría para atiborrar su biblioteca y a la vez su pasión por la literatura. Todas los libros que con tanto empeño y talvez con algo de vocación literaria fueron adquiridos por mi padre y que coparon nuestra hoy convaleciente biblioteca familiar, nos sirvieron para poder sobrevivir en tiempos de austeridad, los cuales llegaron al mismo tiempo que llegó su alevosa e inmortal partida. Dos, de los tantos olvidados libros que mi madre y mi hermana vendieron para poder llevar a la mesa algo de comer mientras encontraban algún trabajo que nos permitiera cambiar el menú diario de arroz con plátano frito, se salvaron gracias a mi premonitoria travesura de cortar las figuras de muchas de sus páginas, así nadie los quiso comprar. Esos dos libros fueron más que suficientes para descubrir mi vocación, las lecturas que hice de ellos me sirvieron para descubrir un gusto, una adicción que hoy me da el placer de saber que algún día seré como ellos, el día que por fin me sienta listo para escribir un cuento igual de bueno como aquellos que encontré en Antología Peruana, compendio de cuentos peruanos de diversos autores y también como aquellos que descubrí en un libro al que siento le debo mucho: Los Jefes, Los Cachorros de Mario Vargas Llosa.
Creo que ese día ya está muy cerca, y así como cuando busqué maravillado las páginas de aquellos cuentos incompletos para poder terminarlos, de igual manera busco ahora como terminar mis propios cuentos y en Mario Vargas Llosa tengo al maestro que con orgullo llevo presente y de quien practico sus preceptos: No trato de imitar su manera de escribir, como él mismo nos aconseja con respecto a quienes nos han enseñado a amar la literatura, sino busco alcanzar la dedicación, disciplina y constancia que él tiene, he hecho mías sus convicciones. Se dice que nosotros debemos ser parricidas con los escritores que admiramos, pero creo que yo ya he leído más de 4 veces “Día Domingo”, he comprado libros de William Faulkner y de Gustavo Flaubert, cuando aún no termino de despertar de ese sueño hipnotizador llamado “La Guerra del fin del mundo” y no termino de prepararme para el día que tenga que leer de corrido y ¡sin subrayar! “La Casa Verde”. Me imagino al maestro, escribiendo como lo hacía y lo hace, imponiéndose ocho horas de trabajo pero al modo de un obrero, renunciando a diversiones, preocupándose por nuestro tiempo. Pocas veces me ha pasado que echado en mi cama apunto de quedarme dormido, empiezo a escribir en mi mente todo aquello que pienso, aporreando un teclado imaginario, y estoy seguro que a él y a muchos de sus coetáneos les sucedía lo mismo cuando le dedicaban las horas que su convicción y su amor por la literatura les dictaba, pero a diferencia mía todos los días. Tengo la esperanza de que pueda hacer lo mismo cuando me dedique sólo a escribir, falta poco para hacerlo, y de todas maneras lo haré así nadie me comprenda, cuatro años en la Universidad no van haber sido en vano, al fin y al cabo ingresé a estudiar periodismo también por él, también por ellos, sus biografías me lo dijeron.