domingo, 28 de junio de 2009

Mis amores platónicos

Mi lista de amores platónicos creció últimamente. Creo que es bonito tener una lista así. (No me da vergüenza ser cursi). Me hace comparar los distintos tipos de dolores y sufrimientos que es posible tener. Hay unos que son tiernos, otros que son dulces, los hay también devastadores, y por qué no inmejorables. No es que los haya venido enumerando y etiquetando en todo este tiempo, sino que acabo de darme cuenta con cierta alegría y nostalgia de que existen en mí. Tampoco es que sea masoquista, pero me es imposible no enamorarme. No sé cuál será el límite de mi lista o qué tanto irá a crecer, pero he pensado que a mis cincuenta años, posiblemente siga creyendo que me enamoro sin pensarlo y que aún no encuentro a mi gran amor (alguien que ame mi locura). Dejé de escribir en mi diario cuando mi vida se hizo monótona y aburrida, o sea, me enamoré “perdidamente”. Antes apuntaba todo lo que me sucedía en cualquier cuaderno reciclado y lo guardaba con la ilusión de que algún día pueda publicar algo autobiográfico, porque ya he dicho hasta el cansancio que quiero ser escritor, (¿o lo he delirado?) Si mi novia (esposa suena feo) leyera esto, creo que no haría nada, sólo lloraría. Siempre lo hace, ante cualquier desgracia, por más mínima que sea, hasta por un beso con otra mujer. Por eso, si Dios me lo permite, ya no voy a enamorarme de lloronas, cansan. ¿Yo no cansaré por algo también? Ahora, obviamente, todas las mujeres de las que me enamore, van a tener que ser platónicas, imposibles, lejanas. Debí conocerme bien antes de comprometerme, ahora soy un díscolo en el amor. Mi último amor platónico, el más bonito de todos, me hizo recordar a todas las niñas con las que no pude estar y con las que estuve pero sin darme cuenta. Mi primer amor platónico tiene un rostro angelical. Se llama Diana. Tenía 12 años la última vez que la vi. Viví enamorado de ella durante toda mi infancia, era mi vecina. Por supuesto que nunca me atreví a decírselo, pero era su más férreo defensor ante cualquier niño malcriado que se presentase. Una vez me dio su mano en un sueño hermoso. Mi segundo amor platónico fue Amelia. Me sentaba todas las tardes afuera de mi casa para verla pasear en bicicleta. El sol le bronceaba más sus hermosas piernas morenas. Me inspiró muchos de mis primeros poemas, los mismos que correspondió terminando con su enamorado. Pero mi vida había iniciado el rumbo de las mudanzas y sólo nos dimos besos y abrazos de papel. La última carta tenía gotas de lágrimas que la distancia no secó. Mi tercer amor platónico fue mi profesora de inglés, Carla. Me inspiró un idealizado amor carnal. En cada clase ahogaba un suspiro viéndola entrar al aula con su uniforme granate. Tenía las piernas flacas pero blancas como la nieve. Era difícil mirarla a los ojos cuando traía el cabello suelto y la blusa escotada. Guarda con cariño los poemas que le escribí, me lo dijo la última vez que la vi. Mi cuarto amor platónico fue Beatriz, la recuerdo y muevo la cabeza apretando los párpados y mordiéndome los labios. La quise tanto. Duele verla en mi nostalgia. Es la culpable de uno de mis cuentos más tristes pero a la vez, la inspiradora de mi más alegre tristeza. Se enamoró de mí con vehemencia, tocando la puerta de mi casa, buscando a diario a la vecina de al lado, llamando por su nombre a un sordo del corazón. Me asusté de tanta ternura. Cuando reaccioné, varios lobos veraniegos acechaban detrás de su minifalda. Es curioso, pero la atrapó uno con iguales características que las mías: flaco, alto y con cara de estúpido. Cada día, cada mes siguiente, fue un sollozo de arrepentimiento. Mi quinto amor platónico fue Cristina. Con ella me inicié en el indecoroso ejercicio de entrometido. Los amigos del novio le hicieron una visita al nuevo vecino (o sea yo) para manifestarle cordialmente su enemistad. Pero imposible no contemplarla. Rubia con el sol y la luna. Ojos claros y nariz respingada. Luego que una noche con lluvia conversáramos los dos - ella desde su azotea y yo desde mi ventana en el segundo piso – decidió ya no salir a recibir a su enamorado por más piedritas que este le tirara a su ventana. Una segunda visita más elocuente me recordó que tres son multitud. Mi sexto amor platónico fue Zoila. Es uno de los personajes principales de la novela que estoy escribiendo. (tanta palabrería para dejar suscrito esto). A mi alrededor tenía una multitud de mujeres (dos) que se morían por entregarme su cariño, pero yo me enamoré de ella simplemente porque un día me dijo que en la luna llena podía ver un conejo. Quedé cautivado y me ilusioné con la idea de que para lograr ver a aquel conejo en la luna, tendría que besar sus labios y sentir su amor. Ella me quiso mucho, tal vez más que yo, pero nunca quiso lastimarme. Tratar de conquistarla fue lo más excitante y maravilloso que pudo haberme pasado. Ahora es inevitable que cada vez que nos crucemos nos miremos con cierta pena. Y mi último amor platónico, el más bonito de todos, el que le da a mis días un auténtico sentido, es Mariana. La imagino preparándome una manzanilla, invitándome a probar el café de su abuelita, escuchándola tocar para mí la guitarra, embriagándonos juntos cada vez que tenga ganas de tomar, viéndole sus ojos encandilados cuando llega a la parte más bonita de un libro (“son esos momentos en los que me quiero meter entre las letras” es su frase más bella, la que más amo). No hay quien le gane, me enamoré de ella con canciones, con poemas, con cuentos, con películas, con novelas, creo que es por eso el amor platónico más bonito que he tenido, hace volar mi imaginación a lugares espléndidamente dulces y tiernos. Ahora, hace poco, me dijeron que de viejito, voy a arrepentirme de haber desperdiciado absurdamente oportunidades con mujeres que quisieron estar conmigo, porque para el hombre "en tiempos de guerra, cualquier hueco es buena trinchera". Pero yo me pregunto, qué monótono momento de placer, puede haber tenido más valor que el sublime recuerdo de cada una de ellas y de los apasionantes intentos que hice por alcanzar sus besos, sus abrazos y sus caricias. Hubiese hablado ahora de Sheyla, Milena, Fiorela, Lucia, Paola, Angie, Tatiana y Patricia como si hablara de una sola, creo que sí. Sigo siendo de los que dedican poemas.

miércoles, 24 de junio de 2009

Mejor que tú

Del buzón de tiempo saldrán de pronto cartas volanderas(Mario Benedetti)

Querido papá: ¿Cómo estás? Ya han pasado 8 años desde que te fuiste a vivir al extranjero. Pensándolo bien, nos hemos perdido de muchísimos momentos juntos. No sé como estarás, sólo te he visto un par de veces en fotos y una vez a las quinientas en mis sueños. Pero te vi igual que siempre y creo que no has cambiado mucho, aunque digan que ya estás viejo. Tienes un nuevo hogar. Sé que sufres mucho por Chantal, mi hermanita, ella nació con un raro mal. Ha crecido bastante, pero sé que eso es lo que menos deseas. Qué difícil debe ser. No sé qué decirte, tampoco imaginarlo. Chantal me recuerda a Zara en sus cabellos, tú a ella la tienes cerca. No nos llevábamos bien, te confieso, pero creo que la extraño más que a ti. Tú te alejaste de nosotros mucho antes que viajaras. Creo que mi mamá supo mantener la ecuanimidad y nunca perdió el control cuando la dejaste por otra mujer. Creo que debería quererla más por eso. Recuerdo muy bien la frase que nos dijo cuando nos hizo saber que ya no ibas a llegar a dormir a la casa. “Dejemos que tu papá sea feliz. Él es más feliz con su otro compromiso.”. No sé si haya sido la explicación correcta para un niño de 10 años, pero me sentí convencido, además al comienzo eras cumplido visitándonos cada noche con bolsas de supermercado. Ahora te has convertido en una imagen paternal lejana para mí. Ni siquiera hemos sabido mantener una comunicación. Dicen que heredé de ti tu dejadez para las cosas importantes. Hoy me quedan muy pocos recuerdos tuyos, tal vez ya te esté olvidando, o tal vez haya sido por tu trabajo, no te culpo, pero casi todos son buenos, sólo que ahora quisiera enumerarte primero los malos, disculpa, pero valgan verdades, son más significativos. Recuerdo aquella vez cuando salí del colegio a buscarte a tu trabajo. Tenía por encargo de mi mamá pedirte dinero para la pensión de la casa y la leche de mi hermanito. Odiaba hacer eso, yo era una especie de intermediario entre tu obligación y la de ella. Me sentí profundamente triste y con ganas de llorar. Abriste tu billetera, me diste el dinero con inercia y me sentí incomodo, raro, repulsivo, sentí pena de mí mismo y lloré en tu delante. En ese momento no supe explicarte por qué lloraba. Tal vez tú si lo entendiste. No recuerdo con que palabras me consolaste pero sí que me abrazaste y me secaste las lágrimas. Tal vez tú también recuerdes ese día. Cuando llegué a casa con el dinero, mi mamá notó en mis ojos rojos rastros de llanto. Debí explicarle que no había sido por tu culpa, porque tú a los pocos minutos te apareciste y debiste soportar una descarga fulminante de golpes e insultos. No sé si en otras ocasiones ya se habían peleado de esa manera, pero me sentí culpable. No supiste como calmar a mi mamá. Cuando viste que cogió un ladrillo y rajó el parabrisas de tu carro despotricando frases de que a sus hijos nadie los hace llorar, decidiste que era mejor retirarse. Debo confesarte que a partir de ese día, de lo cuarteada que estaba mi relación con ella, se volvió irreparable y meramente convencional. Me volví el hombre hostil e introvertido que soy. La chica de la que yo estaba enamorado en ese tiempo, vio el deprimente espectáculo desde su ventana en el segundo piso de su casa y me miró con pena. Desistí a hablarle, bastante tenía con autocompadecerme. Sabes papá, tal vez haya necesitado de ti muchos consejos, puede que si me hubieses dado alguno, mi vida ahora sería diferente; pero iré a visitarte un día cercano, con un libro mío, tengo una necesidad innata de que me digas que te sientes orgulloso de mí. Escribo esto con ganas de llorar. Tú hace tiempo que no me alzabas y me abrazabas, ya estaba grande además, pero un día de esos en que sabía que mi mamá me gritaría si llegaba a la casa sin haberte ido a cobrar como un recaudador, te vi recibiendo con orgullo paternal a tu entenado. Este es otro mal recuerdo. Es increíble como esas imágenes regresan a mi mente como la escena de una película. Los mismos gestos de amor que alguna vez me diste, se los estabas dando a él y yo estaba ahí sólo para implorarte algo de dinero como un mendigo. Me dolió porque a mí ya no me recibías así. Creo que estos recuerdos pesan más que las veces que nos llevaste al Jockey, más que aquel día que viajamos a Cajamarca, más que las visitas a mi abuela Imelda, más que los paseos a la playa con todo y vecinos, más que los partidos de Alianza en occidente, más que los desayunos de domingo en un restaurante, más que los regalos sorpresa de navidad. Pero me sirven para mi reciente obligación. Ahora ya eres abuelo. Disculpa si crees que a los 53 no es una buena edad para serlo; pero si te sirve de aliciente, ha sacado tu nariz, mi mamá pegó el grito en el cielo cuando lo vio. Mi hijo Mario Gabriel es muy despierto, como todos los niños en esta época. Y está muy adelantado. Su primer beso lo dio al año tres meses con una bebé preciosa llamada Marilyn, hija de una amiga de la familia. Cada vez que se ven, tienen arranques desesperados de cariño, pero esperan la voz de beso para que junten sus picos. El único juego que le he enseñado es el de la pelota. Tal vez de grande sea futbolista, porque para la edad que tiene sabe patear muy bien. También sabe escribir, a cada libro con que me encuentra, le hace trazos perfectamente tiernos. Por él, siento mi alma palpitar cada vez que está contento y lo demuestra con besos y abrazos; por el, bajo los globos de las fiestas o compromisos a los que acudo porque no resisto su mirada de tristeza; por él, recibí abrazos y saludos inesperados en el día del padre, aunque no lo sea de modo ejemplar; eso sí, te lo digo sin deseo de reproches, seré mejor que tú, aunque me esté separando de su madre. Sin nada más que decirte, se despide esperando verte pronto, tu hijo Nicolás.