lunes, 30 de noviembre de 2009

La linda brujita (II)

Si tuviera un cigarrillo no caminaría con las manos en los bolsillos. Si dejara de extrañarte le restaría alegrías a mis días. Quiero volver a sufrir creyendo que estás conmigo, escribirte cartas y pintar mis tristezas con el color de tu amor discreto. Ver tu rostro cuando sonríes en una noche de luna llena, con sesenta y cinco soles para gastar. El mayor hechizo de tu magia, linda brujita, es haber dejado pinceladas indelebles en mi duro corazón. Trataré de no intrigarte con tanta metáfora, para que no dudes que hablo de ti y para que no sientas los mismos celos que siento yo, cuando pienso que no hablas de mí en las paginas de tu diario pequeño. No sé si soy yo tu migajita de pan, pero me gustaría serlo, tú lo sabes, hace muchísimo tiempo me regalaste una esperanza de cartón. Cómo dejar de quererte si busco palabras tuyas en las nubes rojizas del dolor de las seis de la tarde. Las páginas del libro que leo y las páginas del libro que escribo, las interrumpo para pergeñar una frase inspirada en el recuerdo de tus manos inquietas. Linda brujita, si sigues escribiendo como escribes, voy a enfermarme de amor y como siempre, no encontraré mejor calmante que tu voz al teléfono y no habrá mayor remedio a mi enfermedad, que el contacto de tu mano tibia, una noche antes de dormir. La última vez que te miré a los ojos debo de haber dejado mi alma. Te imagino fumando un cigarrillo y no puedo evitar pensar en lo sexy que eres. Es como un suspiro entre olas de celofán. Te he dicho que ya no te quiero y es cierto, la fantasía de tu amistad me inspira a adorarte.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Perdidos

Cuando despertó sintió el calor de Zeta a su lado. La observó en silencio y reflexionó sobre el número de prostitutas con las que se había acostado. Apenado, descubrió que había perdido la cuenta; sin embargo, ella era la primera con la que pasaba una noche entera. No le importó, recordó a su ex esposa y al mirar a Zeta, pareció encontrarle un rasgo parecido, algo que le hacía recordar a B y querer adorarla; pero no supo precisar qué era: ¿sus pestañas?, ¿su nariz?, ¿sus labios?, ¿su frente?. En el fondo nunca deseaba ofenderla, en el fondo, sabía que los únicos amaneceres tibios antes de X, Y y Z, fueron a su lado. Sintió que nada de nuevo tenía esa mañana, ese amanecer. Una vez más, al lado de un cuerpo extraño recostado sobre sus sábanas maritales, recordó el tiempo perdido, los días que se alejó de su familia, las noches dedicadas con egoísmo a sus proyectos y sintió el mismo remordimiento lacerándole los sentidos pero con más fuerza. Eran casi las cinco y media de la mañana. Sintió asco de su propia vida, le dolió la cabeza.

Suavemente se quitó las sábanas de encima, se vistió y caminó descalzo hasta el baño pensando en la forma cómo iba a deshacerse de Zeta. Mientras tanto ella, que había permanecido recostada, aparentando estar dormida, esperando que Equis actuara, tal vez la acariciara, se sintió despreciada y se arrepintió de no haberse largado antes. Quiso moverse, pero le impidió el miedo de saberse sobria. También era la primera vez que amanecía en el departamento de uno de sus amores efímeros, pero porque ella quiso, porque algo en él le impresionó, aunque no sabía precisar qué era: ¿su mirada?, ¿su soledad?, ¿el sonido de su voz?, ¿la marca del cigarrillo que fumaba? ¿sus manos al tocarla?. Algo en él la hacía añorar no sabía que cosa. Se sintió triste y aguantó el llanto.

En el baño Equis manoseó su sexo humedecido. Quiso bañarse pero tuvo desconfianza de Zeta. Recordó las poses en que le hizo el amor y sintió una leve erección. Imaginó el cuerpo de Zeta desnudo, bajo la luz de esa mañana calurosa y quiso ir a levantarla; pero para no volver a sentir lástima de sí mismo, decidió que el día siguiera su propio ritmo, así luego creía sufrir menos. Después de lavarse el rostro y cepillarse rápidamente los dientes, salió del baño. Lo que vio le hizo sentir un espasmo: Zeta estaba completamente desnuda, de pie, frente a la ventana. El contraluz le dejó ver su silueta perfecta: sus caderas turgentes, su culo grande, sus piernas esbeltas. La deseó con más fuerza.

Zeta no supo si darse vuelta. Se había levantado para ver lo hermoso del amanecer, para oír el canto de los pájaros, para dejar que los primeros rayos del sol le dieran en el rostro. Tenía los ojos humedecidos por la pena. Recordó la retahíla de orgasmos que había tenido haciendo el amor con Equis y una por una llegaron a su mente, las palabras de amor que sus gemidos y gritos provocaron. Extrañamente, deseó tenerlo nuevamente. Sus pechos se le erizaron.

Equis se detuvo a contemplarla. Pensó que el cuerpo desnudo que tenía al frente suyo era riquísimo, que haberla acariciado la noche anterior había sido una maravilla, que sentir placer con ella una vez más sería divino; quiso expresarlo, decírselo; pero de pronto se sintió estúpido, ridículo, sobrio. Pensó en lo raro que era tener a una mujer que no fuera la madre de su hijo respirando el mismo aire de su habitación. Otra vez lo embargó el deseo de maldecir su vida, de drogarse, embriagarse y matarse poco a poco. No dijo nada, bajó la cabeza y se dirigió a la cocina con ganas de salir lo más pronto posible de esa casa. Se sabía de memoria las clases que dictaba todos los meses, desde hacía cuatro años, en un colegio estatal. A veces los rostros que lo miran al salir, le recuerdan que hace mucho tiempo dejó de ser el mismo que solía ser cuando vivía en la armonía de su hogar completo. Hoy eso no hará falta.

Zeta secó las lágrimas de su rostro con el brazo. Dio una mirada triste al cielo despejado. Vio a un ave surcar las nubes a lo lejos y sintió envidia. Sonrió con algo de pena. Empezó a vestirse sin quitarle la vista de encima a Equis. Tuvo ganas de encararle las lágrimas derramadas, decirle que por su culpa había recordado lo vacía que era su vida desde aquel día que sus padres se separaron y se mudaron del barrio en donde había encontrado al gran amor de su vida. Miró el reloj y recordó el ambiente lúgubre del hospital donde trabaja. Todos los días improvisa sonrisas de buenos días y buenas tardes a los enfermos de aquel nosocomnio donde todas las semanas desde hace dos años se gana el pan y la nicotina de cada día. A veces esos rostros le dicen que la vida es como uno de sus poemas mal hechos, dignos de ser despreciados. Hoy eso no hará falta.

Equis sacó un pedazo de queso de la refrigeradora y se preparó un sándwich con pan de molde. Por un momento se imaginó con Zeta, sentados los dos a la mesa. Cogió su termo de color azul, lo destapó, observó un momento la aparición del vapor y preparó dos tazas de café. Se preguntó si sería capaz de romper el silencio que había en la habitación.

- ¿Tienes un cigarrillo?
- Revisa en mi chaqueta.
- ¿La que traías puesta ayer?
- Sí
– Los acabamos. ¿No lo recuerdas?
– Entonces ven aquí y toma café conmigo.
- ¿Por qué?
– No lo sé. Porque no podemos ir a trabajar sin tomar algo.
- ¿Porque el desayuno es el alimento más importante del día?
– Sí. Porque el desayuno es el alimento más importante del día. No eres una puta verdad.
– Sí lo soy, sino lo fuera, no estuviera a estas horas en tu habitación.
- ¿Entonces cuánto es por el excelente servicio?
- ¿Te pareció excelente?
– Sí. ¿Dime cuánto es?
- No vas a poder pagármelo.
– Díme, lo que sea.
- 100
– ¿100 dólares?
- No
– ¡100 soles!
- No
– ¿Entonces?
– 100 tazas de café.