martes, 14 de octubre de 2008

Sentirse olvidado


Sentirse olvidado es tan bonito como saber que por esta vez no vas a necesitar que te pongan un enema, y tan feo como saber que te quitarán el Internet por una semana.
De niño sólo te permitieron tener como mascota 2 loritos y eras muy feliz cuando podías jugar con ellos, los sacabas de su jaula y disfrutabas ver como esquivaban los carros de juguete que, impulsando sus llantas hacia atrás, los hacías arrancar solitos hacia ellos. Verse sólo, acompañado de tanta gente, que tienen pensamientos que están a años luz de los tuyos y sentarse a esperar, con esperanza y al mismo tiempo inútilmente, que te respondan una correspondencia todo un fin de semana, cuando muy bien sabes que son los días en que más sólo te sientes, y peor aún si siguen pasando los días y no sabes a que se debe su silencio, es saberse olvidado. Y de entre todo este pesar, queda el alivio de saber que aún hay cabida para la risa (neurótica), porque sólo se piensa mejor, porque sólo uno se inspira mejor, porque sólo uno trabaja mejor, porque sólo uno se distrae mejor. Soñamos despiertos y vislumbramos soluciones: cómo que para no sentirse olvidado, debemos olvidarnos de nosotros mismos. Ahora instintivamente odias ver a pájaros encerrados en jaulas, matarías a la persona que las fabrica, o al que aún las sigue inventando con más novedades. Pero a tus loritos no los mató el encierro, ni murieron atropellados por tus carros. Tu hermano menor, feliz de la vida, emocionado al ver que ya había dejado el andador y que se valía por sí sólo para caminar, aplastó sin querer a uno de ellos. Y tú viste como lo pisó, no lo precaviste, te pareció que lo hizo adrede, con maldad, viste la mirada perpleja de la lorita, lo recuerdas muy bien, ¡como duele aún!, lloraste, quieres llorar de nuevo, ahora te das cuenta por qué su cabeza colgaba cuando lo levantaste, porque su cuello estaba roto, botando la poca sangre que tenía. Sufriste como sufres ahora tratando de olvidarte a ti mismo. En aquellos tiempos no te dabas cuenta que aquellos niños que tocaban a tu puerta pidiendo desperdicios y que se los dabas, pensando que era normal, ignorando que se alimentaban de lo que tu botabas, pensando que para eso habían venido al mundo, que esa era su función y su destino, y no vivir como tú en una buena casa – aunque por poco tiempo – era una anomalía del mundo, mal hecho. Así como pensabas o no te dabas cuenta, que la casa de los pajaritos no podían ser los cielos ni los árboles, sino tu jaula, vivías engañado. Le gritaste a tu hermano tan fuerte que lo hiciste llorar, se dejó caer al suelo de culo y lo viste llorar como adulto, tapándose la cara con las manos. Tan pequeño y lo culpaste de un asesinato. Vieron juntos la llegada de la muerte, después de una fugaz agonía. Ahora darías cualquier cosa por ser un pájaro y tener a un dueño que tampoco sepa en donde deberías estar, para que de vez en cuando te saque de tu jaula y te de la libertad al menos por un rato de esquivar sus carros de añoranza con tus piernas frágiles y tus alas cortadas; darías lo que fuera, para que ese dueño te suba a sus carros de embriaguez y sientas que es fácil olvidarse a sí mismo. Qué no darías, porque un ser inocente te haga olvidarte a ti mismo aplastando tu existencia, rompiendo tu mente, dándole por fin la libertad a tu corazón de dejar de latir malsanamente. Te quedaste con un lorito, que se supo sólo y a ti te pareció que no le importaba, pero porque no lo supiste escuchar, porque no sabías leer lo que decían sus pequeños ojos. Fuiste a enterrar los restos de tu lorito – ¡cómo sabías que la libertad era estar bajo tierra! – cavaste un hueco no tan hondo, metiste el cadáver de tu periquito, sin haberlo cubierto con nada, y vaciaste sobre su cuerpo inerte la tierra que nunca fue suya, que nunca pudo hacerla suya...
Sentirse olvidado es tan hermoso, cómo cuando entiendes a tu destino, que enojado, te manda por intermedio de un memorable accidente fallido, la fractura de un hueso, no importa cual, recordándote que pronto llegará el día que te entierren a ti; y es tan feo como pisar la caca del perro de tu vecino, al que odias febrilmente porque – ¡válgame Dios! – él si tiene una mascota, libre, no pájaros en su jaula, como tu tuviste, como tú nunca volverás a tener. Te olvidaste de cortarle las alas a tu lorita – cómo te dolía y al mismo tiempo te entretenía cuando lo hacían – la sacaste a jugar, le diste libertad, pero no la libertad real sino la de engañito, la hiciste sufrir más, la llevaste contigo a tu cuarto, la arrojaste hacia tu cama, sólo para ver como aterrizaba, agitando sus alas, pero sólo lo hizo un par de veces, a la tercera voló, salió de tu cuarto, vio una ventana abierta, no lo dudó, tal vez le brillaron los ojos, tal vez lloró de felicidad. Voló por los cielos de tu barrio, te asustaste, la viste por la ventana, la alcanzaste ver cuando se posó en un árbol no tan lejano, bajaste corriendo a buscarla, la llamaste como si te fuera a hacer caso, como si siempre lo hubiese hecho, pero te veía cerca y volvía a volar, carreteando por los aires, ¡ahora lo recuerdas!, que hermoso que volaba, blandía sus alas verdes y amarillas, su pecho verde claro refulgía, parecía como si siempre lo hubiese hecho, como si todo el tiempo hubiese estado practicando, pero en su imaginación, todo el tiempo lo deseó, mirando por la ventana, escuchando el canto de los gorriones, se adueñó de ese cielo azul, mientras tú, abajo, ¡abajo!, la mirabas asustado, corrías en su tras, persiguiéndola, mientras que ella no sabía a donde irse, volvía a posarse en un árbol, y cantaba, creo que quiso irse pero no sola, tal vez fue eso, llamaba desconsoladamente y sin respuesta a su periquito, pensó que él no había muerto, sino que por fin logró, lo que planearon todo el tiempo, escaparse por la ventana cuando sus alas crecieran de nuevo, y que él estaba ahí, afuera, entre esos árboles, esperándola, por qué así se lo prometió si lo lograba. Llamó y llamó y no encontró respuesta, y cuando te vio, ¡a ti!, tan cerca, trepado de ese árbol, supo muy bien lo que tenía que hacer, volar sin mirar hacia atrás. Cogió el mismo rumbo que toman los carros cuando se van, cuando salen del barrio. Corriste con todas tus fuerzas, llamándola, suplicándole, te diste cuenta que todo el tiempo la trataste como un juguete y quisiste prometerle ya nunca más, pero la perdiste de vista. Agachaste la cabeza, te sentiste olvidado, sentiste que a nadie le importabas, así como te sientes ahora, quisiste llorar, pero no lo hiciste, recordaste el lugar donde enterraste a tu lorito, y fuiste a verlo, tuviste curiosidad por ver su cuerpo, profanaste su tumba, lo desenterraste y vaya sorpresa, encontraste el cadáver de tu lorito cubierto de hormigas revoltosas, siendo devorado por insectos que, reunidos como una jauría de perros hambrientos roían el poco resto de carne que le quedaba adherido a su frágil esqueleto, lo recuerdas muy bien, ¡como duele aún!
Lo cogiste entre tus manos, dejaste que las hormigas se subieran por tus brazos, dejaste caer tus lágrimas en su cuerpo inerte, esperando que eso lo resucite como lo viste en una película, quisiste sentir la picazón de las hormigas, las odiaste, prometiste exterminarlas a todas, (averiguaste luego que lo que las ahuyentaba es el ají y todos los días ibas a dejar ají molido al lado de la tumba de tu mascota muerta), las retiraste a todas sacudiéndolas, aplastándolas con tus dedos, llevaste el cuerpo de tu lorito a tu casa, le buscaste un cajón, le encontraste uno, lo pintaste, le hiciste una inscripción a modo de lápida, no recuerdas qué decía, tal vez: “ a mi lorito, que tanto amé, que me acompañó en mi soledad, a mi amigo que nunca se negó a jugar conmigo, te quiero mucho, perdóname” Cubriste su cuerpo con un trapo, lo metiste en la caja, lo tapaste, lo pegaste y lo amarraste bien esta vez, y fuiste a buscarle otra tumba en donde no hubieran restos de hormigas, esta vez cavaste un hoyo más grande, todavía recuerdas esa tarde gris, ¡como duele aún!. Lo enterraste y le rezaste una oración que inventaste. Te pusiste de pie y te fuiste a tu casa con la seguridad de que esta vez si descansaría en paz y con la promesa de que nunca más ibas a tener como mascota a un lorito…
...No llores, tal vez no te ha olvidado, tal vez se fue de viaje (por su mente, como ella sabe hacerlo). Y se fue contenta porque antes leyó tus mensajes, y tú no sabes eso, y estas triste porque piensas que no se dio tiempo para responderte, porque no se dio dos minutos – lo que podría valer tu vida – para decirte lo que siempre te decía, como te encantaba que lo haga, porque no sabe que tu corazón sin su presencia late de mala gana, porque no es verdad que uno sólo se inspira mejor, porque no es verdad que uno sólo trabaja mejor, porque una vez se lo dijiste y sin saber por qué, tal vez lo presentiste y acertaste, ella es la que ya empezabas a extrañar. Pero no lo hagas, no te olvides de ti mismo, no vale la pena, estas seguro que ella pensaría lo mismo, es como tú, por eso te encanta. Tal vez algún día regrese la lorita por el mismo camino por donde se fue, tal vez regrese a acompañarte, tal vez algún día la puedas tener de verdad, no pierdas la esperanza, piensa en tu futuro, piensa en los encuentros fortuitos, en lo mágico de los encuentros, en el zar perfectamente sincronizado.