Debo poner sobre aviso, antes de compartir un conocimiento que he adquirido de acuerdo a una aleccionadora experiencia, que de lo que voy a hablar es única y exclusivamente de fútbol, así que a todas las mujeres que en este preciso instante han chasqueado los dientes de manera quejumbrosa y están a punto de buscar algo más interesante que leer, después no se quejen de la falta de igualdad de género que persiste en nuestra sociedad y háganme ver con sus comentarios que es sólo un prejuicio mío y de muchos, aquello que dicen de las mujeres, que el fútbol les aburre y peor aún tener que leerlo; y que estoy totalmente equivocado al dirigir este texto sólo para varones.
Cuando uno descubre que tiene talento para algo, su vida se convierte en un sueño, sus días se llenan de ilusiones, su corazón late al ritmo de sus ímpetus y sus pensamientos giran alrededor de una meta. En esa lucha constante por alcanzar sus ideales, en esa búsqueda obstinada por encontrar su derrotero, en esa maniática y espiritual traslación de sus utopías a meras realidades, a veces se es diferente a los demás, y se es absoluta y estúpidamente feliz. Pero el día, después de varios otoños, en que las plataformas deportivas (no los estadios con los que soñaste) se llenan de grillos y caqueros y reflexionas sobre cuál fue tu error (o tu mala suerte) que te ha llevado a estar ahí de pie, sólo, fracasado, comparándote con uno de esos bichos raros por lo desubicado que pareces estar, sólo te queda compartir tus penas y decides, con el brío que aún te queda por la satisfacción de haber siquiera intentado, que el sueño que tuviste un día de ser futbolista, te enseñó con varios fracasos que uno no nace sabiendo y que el don innato que uno cree tener es sólo una pequeña parte de lo mucho que nos falta por aprender, la pieza clave de un rompecabezas que nadie nos ayudó – tampoco buscamos- a armar.
Con tus metas, ideales e ilusiones, sin su partida de defunción correspondiente y el recuerdo latente de unos goles que acabas de hacer pero que de nada sirvieron porque volviste a incurrir, no en el mismo error de siempre, sino en uno nuevo, te demuestran que un partido de fulbito, se pierde y se gana por varias razones, lo que hasta el día de hoy te ha llevado a enumerarlas y a llevarlas siempre como preceptos antes de empezar un nuevo juego. Sin embargo, uno nunca termina de aprender, incluso para afrontar un simple y a la vez complejo partido de fulbito, algún nuevo conocimiento llega, y hay que tener el coraje de aceptarlo y de no renegar por el modo en que lo hace: a modo de errores, y es que así es la vida y el juego, de los errores se aprende, y hay que tenerlos siempre muy presentes para no volverlos a cometer, eliminando de nuestras mentes esa idea pesimista de que ya es demasiado tarde.
Lo que me empuja al campo de juego es un deseo de competencia, me emociona saber que voy a ser partícipe de un gran partido de fútbol, saber que quienes tengo al frente prometen una gran contienda, una demostración e intercambio de talento, de garra, de deseos de divertirse. Y es que el fútbol es una pasión de la que yo nunca voy a poder renunciar, sé que si ahora mismo - 1 y 30 de la madrugada - viniesen a buscarme para ir a jugar, rápidamente me cambiaría y entusiasmado dejaría lo que esté haciendo - no interesa lo importante que sea - para ir a buscar aquel balón que entre mis pies, me hagan sentir el placer de poder dominarlo y patearlo de la mejor manera. Hacer goles que ayuden a sumar una victoria es de lo más reconfortante, se celebran en el momento con orgullo y con mayor goce al final de un encuentro victorioso. Pero cuando te aqueja una sequía de goles, cuando no encuentras la ecuanimidad para hacerte de una posición estable y ordenada, cuando una inoportuna e inútil efusividad te descontrola, de tu mente desaparece todo aquello que con lágrimas aceptaste, los cánones que - con derrotas y el transcurrir de los años sin verte vestido con el uniforme del equipo en el que un día soñaste y te prometiste jugar - te impusiste en vano. Ahora bien, sólo queda afrontar cada juego, evitando derrotas que te recuerden que tú a punta de autogoles emocionales, hace años, te derrotaste a ti mismo.
Y queda también, porque la gloria existe, la alegría de aceptar cada invitación a jugar, la desespera por que llegue el día de un campeonato estudiantil, la algarabía personal de volver a hacer goles, de dar buenos pases, de burlar al contrincante con llevadas prolíficas, inventando dribleos y amagues, que aunque no son los mismos con los que en secundaria asombraste a un profesor de educación física, el sudor empapando tus ropas improvisadas, te impregna de innata efervescencia y te recuerda que no importa el año y el mes en que naciste - el que no te permitió integrar a esa selección de colegio - porque ahora, integras una nueva cada día, y con disciplina y devoción, te propones defenderla como si representaras al país que te vio nacer, al que tanto amas y del que estás orgulloso.
La lógica que se dice no hay en el fútbol la experimento yo cada vez que le doy vuelta al marcador de mi pasada derrota en el partido de mi vida, no cumplí mi sueño de ser futbolista profesional, se me acabó el tiempo, pero seguí jugando y demostrándome a mí mismo que los fauls de cada día puedo soportarlos, puedo volver a levantarme y seguir dedicándome a lo que más me gusta, aproveché la oportunidad y le hice un contragolpe a mi destino, el cual parecía estar urdido con ambivalencia, porque por momentos me hacía odiar lo que más amaba, pensaba que mi casi apergaminada complexión era un obstáculo más, que yo nunca fui lo que pensé ser, que el fútbol no era para mí, pero la verdad es que nunca lo intenté, esperé que vengan a tocarme la puerta - la que yo jamás abrí para salir a buscar, para probarme - y el día que lo hicieron resulté ser muy bueno para los entrenamientos, pero malo para jugar, había aceptado una invitación a aprender, me llevaron de la manito desde mi posición de delantero, explicándome con paciencia que lo yo tenía que hacer era la diagonal ¡así!, partiendo en el momento del pase - casi inspirándolo - delante de la línea defensiva, para no caer en la posición adelantada, elucubrando de esa manera una jugada que se concrete en gol. Pero cuando abrí los ojos, y descubrí lo difícil que es ser delantero, que es ser volante, bax central o lateral derecho e izquierdo, me resultó inútil admirarme del fútbol verdadero, del que se ve desde la misma cancha, no desde un televisor, desde donde yo nunca me pregunté por qué 3 árbitros, para que tanto juez de línea. Mi partido de prueba, fue eso, sólo de aprendizaje y aunque aprendí la lección salí jalado, cuando ya sabía lo que tenía que hacer era demasiado tarde, no me tomaron en cuenta para una lista que aunque humilde me hubiese gustado pertenecer; llegaron las indumentarias y para mí no hubo ninguna; se jugaron partidos amistosos antes del campeonato y aunque si llegué a jugar uno – pero por ausencia de jugadores – la cancha me quedó grande, el sol me abrumó, el viento me coartó y mi única y acaparadora jugada fue demasiado generosa, ¡…patea al arco!, después que mi pase sobrara a un compañero, y luego desaparecí y perdimos 3 – 0. Después, sin decir nada falté y nadie lo notó, y cuando me vieron por ahí, nadie me preguntó; sin embargo, ahora hay veces en que tengo la oportunidad todavía de hacerles recordar la razón por la que me invitaron a jugar, cuando me los encuentro en un partido de fulbito.
Y es ahí donde sigo aprendiendo y al mismo tiempo gozando, no hay reglas que seguir excepto las mías, si soy defensa no tengo miedo de habilitar a un rival deshilvanando nuestra línea defensiva; si soy volante – dependiendo del tipo que sea – no me preocupo por regalar el balón con desacertados centros metidos; y si soy delantero pues sólo me preocupo por hacer buenos goles, a veces incluso haciendo la susodicha diagonal - recibiendo el pase después de cruzarme detrás del defensa. Y hay veces en que me sorprendo de mí mismo; de cómo puedo lograr ese grado de concentración y contagiarlo a los demás, porque estar en el campo es eso, entrar en un mundo donde no vale dormirse. Nuestra visión debe acaparar cada posición de juego, para que así no tengan cabida las comparaciones que hagas con el otro equipo, que puede contar con jugadores que tú ya los conoces porque los has enfrentado y sabes que son habilidosos - lo que te hace sopesar la distancia que los separa de un triunfo y los acerca de repente más a una derrota - porque al final puedes verte contento con tus amigos, recibiendo la apuesta de una gran victoria, tomando un par de cervezas y pisando los grillos que interrumpen tu alegría.
Cuando uno descubre que tiene talento para algo, su vida se convierte en un sueño, sus días se llenan de ilusiones, su corazón late al ritmo de sus ímpetus y sus pensamientos giran alrededor de una meta. En esa lucha constante por alcanzar sus ideales, en esa búsqueda obstinada por encontrar su derrotero, en esa maniática y espiritual traslación de sus utopías a meras realidades, a veces se es diferente a los demás, y se es absoluta y estúpidamente feliz. Pero el día, después de varios otoños, en que las plataformas deportivas (no los estadios con los que soñaste) se llenan de grillos y caqueros y reflexionas sobre cuál fue tu error (o tu mala suerte) que te ha llevado a estar ahí de pie, sólo, fracasado, comparándote con uno de esos bichos raros por lo desubicado que pareces estar, sólo te queda compartir tus penas y decides, con el brío que aún te queda por la satisfacción de haber siquiera intentado, que el sueño que tuviste un día de ser futbolista, te enseñó con varios fracasos que uno no nace sabiendo y que el don innato que uno cree tener es sólo una pequeña parte de lo mucho que nos falta por aprender, la pieza clave de un rompecabezas que nadie nos ayudó – tampoco buscamos- a armar.
Con tus metas, ideales e ilusiones, sin su partida de defunción correspondiente y el recuerdo latente de unos goles que acabas de hacer pero que de nada sirvieron porque volviste a incurrir, no en el mismo error de siempre, sino en uno nuevo, te demuestran que un partido de fulbito, se pierde y se gana por varias razones, lo que hasta el día de hoy te ha llevado a enumerarlas y a llevarlas siempre como preceptos antes de empezar un nuevo juego. Sin embargo, uno nunca termina de aprender, incluso para afrontar un simple y a la vez complejo partido de fulbito, algún nuevo conocimiento llega, y hay que tener el coraje de aceptarlo y de no renegar por el modo en que lo hace: a modo de errores, y es que así es la vida y el juego, de los errores se aprende, y hay que tenerlos siempre muy presentes para no volverlos a cometer, eliminando de nuestras mentes esa idea pesimista de que ya es demasiado tarde.
Lo que me empuja al campo de juego es un deseo de competencia, me emociona saber que voy a ser partícipe de un gran partido de fútbol, saber que quienes tengo al frente prometen una gran contienda, una demostración e intercambio de talento, de garra, de deseos de divertirse. Y es que el fútbol es una pasión de la que yo nunca voy a poder renunciar, sé que si ahora mismo - 1 y 30 de la madrugada - viniesen a buscarme para ir a jugar, rápidamente me cambiaría y entusiasmado dejaría lo que esté haciendo - no interesa lo importante que sea - para ir a buscar aquel balón que entre mis pies, me hagan sentir el placer de poder dominarlo y patearlo de la mejor manera. Hacer goles que ayuden a sumar una victoria es de lo más reconfortante, se celebran en el momento con orgullo y con mayor goce al final de un encuentro victorioso. Pero cuando te aqueja una sequía de goles, cuando no encuentras la ecuanimidad para hacerte de una posición estable y ordenada, cuando una inoportuna e inútil efusividad te descontrola, de tu mente desaparece todo aquello que con lágrimas aceptaste, los cánones que - con derrotas y el transcurrir de los años sin verte vestido con el uniforme del equipo en el que un día soñaste y te prometiste jugar - te impusiste en vano. Ahora bien, sólo queda afrontar cada juego, evitando derrotas que te recuerden que tú a punta de autogoles emocionales, hace años, te derrotaste a ti mismo.
Y queda también, porque la gloria existe, la alegría de aceptar cada invitación a jugar, la desespera por que llegue el día de un campeonato estudiantil, la algarabía personal de volver a hacer goles, de dar buenos pases, de burlar al contrincante con llevadas prolíficas, inventando dribleos y amagues, que aunque no son los mismos con los que en secundaria asombraste a un profesor de educación física, el sudor empapando tus ropas improvisadas, te impregna de innata efervescencia y te recuerda que no importa el año y el mes en que naciste - el que no te permitió integrar a esa selección de colegio - porque ahora, integras una nueva cada día, y con disciplina y devoción, te propones defenderla como si representaras al país que te vio nacer, al que tanto amas y del que estás orgulloso.
La lógica que se dice no hay en el fútbol la experimento yo cada vez que le doy vuelta al marcador de mi pasada derrota en el partido de mi vida, no cumplí mi sueño de ser futbolista profesional, se me acabó el tiempo, pero seguí jugando y demostrándome a mí mismo que los fauls de cada día puedo soportarlos, puedo volver a levantarme y seguir dedicándome a lo que más me gusta, aproveché la oportunidad y le hice un contragolpe a mi destino, el cual parecía estar urdido con ambivalencia, porque por momentos me hacía odiar lo que más amaba, pensaba que mi casi apergaminada complexión era un obstáculo más, que yo nunca fui lo que pensé ser, que el fútbol no era para mí, pero la verdad es que nunca lo intenté, esperé que vengan a tocarme la puerta - la que yo jamás abrí para salir a buscar, para probarme - y el día que lo hicieron resulté ser muy bueno para los entrenamientos, pero malo para jugar, había aceptado una invitación a aprender, me llevaron de la manito desde mi posición de delantero, explicándome con paciencia que lo yo tenía que hacer era la diagonal ¡así!, partiendo en el momento del pase - casi inspirándolo - delante de la línea defensiva, para no caer en la posición adelantada, elucubrando de esa manera una jugada que se concrete en gol. Pero cuando abrí los ojos, y descubrí lo difícil que es ser delantero, que es ser volante, bax central o lateral derecho e izquierdo, me resultó inútil admirarme del fútbol verdadero, del que se ve desde la misma cancha, no desde un televisor, desde donde yo nunca me pregunté por qué 3 árbitros, para que tanto juez de línea. Mi partido de prueba, fue eso, sólo de aprendizaje y aunque aprendí la lección salí jalado, cuando ya sabía lo que tenía que hacer era demasiado tarde, no me tomaron en cuenta para una lista que aunque humilde me hubiese gustado pertenecer; llegaron las indumentarias y para mí no hubo ninguna; se jugaron partidos amistosos antes del campeonato y aunque si llegué a jugar uno – pero por ausencia de jugadores – la cancha me quedó grande, el sol me abrumó, el viento me coartó y mi única y acaparadora jugada fue demasiado generosa, ¡…patea al arco!, después que mi pase sobrara a un compañero, y luego desaparecí y perdimos 3 – 0. Después, sin decir nada falté y nadie lo notó, y cuando me vieron por ahí, nadie me preguntó; sin embargo, ahora hay veces en que tengo la oportunidad todavía de hacerles recordar la razón por la que me invitaron a jugar, cuando me los encuentro en un partido de fulbito.
Y es ahí donde sigo aprendiendo y al mismo tiempo gozando, no hay reglas que seguir excepto las mías, si soy defensa no tengo miedo de habilitar a un rival deshilvanando nuestra línea defensiva; si soy volante – dependiendo del tipo que sea – no me preocupo por regalar el balón con desacertados centros metidos; y si soy delantero pues sólo me preocupo por hacer buenos goles, a veces incluso haciendo la susodicha diagonal - recibiendo el pase después de cruzarme detrás del defensa. Y hay veces en que me sorprendo de mí mismo; de cómo puedo lograr ese grado de concentración y contagiarlo a los demás, porque estar en el campo es eso, entrar en un mundo donde no vale dormirse. Nuestra visión debe acaparar cada posición de juego, para que así no tengan cabida las comparaciones que hagas con el otro equipo, que puede contar con jugadores que tú ya los conoces porque los has enfrentado y sabes que son habilidosos - lo que te hace sopesar la distancia que los separa de un triunfo y los acerca de repente más a una derrota - porque al final puedes verte contento con tus amigos, recibiendo la apuesta de una gran victoria, tomando un par de cervezas y pisando los grillos que interrumpen tu alegría.